Rubén Amón-El País

El tabú del 155 se convierte en rutina y delata la pasividad del independentismo

Sobrepasados con creces los primeros 100 días de la vigencia del 155, impresiona la mansedumbre con que han demostrado acatarlo los artífices del soberanismo. Cada hora que transcurre, se consolida la suspensión del autogobierno y se prolonga la autoridad de Soraya Sáenz de Santamaría. El tabú ha prosperado en rutina. Y el colapso de la investidura con la tramoya de la guerra de clanes tanto suscita la hipótesis agotadora de unas nuevas elecciones como estimula una mayor implicación de Moncloa en las tareas ejecutivas.

Puede el Gobierno de Madrid explorar el articulado del 155. No como un desafío al independentismo en su ensimismamiento, sino como una obligación respecto a las necesidades de los catalanes y a la esclerosis política. La versión incruenta, simbólica, burocrática del anatema, cedería el lugar a decisiones más explícitas en sanidad, educación, economía y empleo.

Sobrevendría una suerte de interinidad permanente, más o menos como si fueran los propios líderes soberanistas quienes incitan la ocupación. No ya porque aspiren a recrear la alegoría de los insaciables alienígenas, sino por la comodidad y la frivolidad que implican abstraerse de gobernar. Vive bien el independentismo con y contra el 155. Una coartada, un pretexto, para dilatar el desenlace de sus contradicciones. Madrid nos roba. Madrid nos gobierna. Madrid nos invade.

Y no es que Rajoy pretenda remediar con el 155 su estrepitoso fracaso electoral del 21-D. Decidieron los catalanes expulsar al PP del hábitat político, incluso penalizar la gestión del 1-O, pero ocurre que la paralización del parlament y la anomalía de Waterloo predisponen la emergencia de una reacción. Sería de agradecer que las nuevas medidas de “injerencia” obtuvieran el consenso de Ciudadanos y de los socialistas. Y tendría más sentido aún que la hipótesis de un 155 revestido de atribuciones reflejara la pasividad en la que incurren los partidos secesionistas. No habría mejor manera de despojarse del Estado opresor que avenirse a un acuerdo de investidura y de Gobierno. De otro modo, podría sospecharse que Oriol Junqueras, Torrent y Puigdemont, aparte de negociar el reparto del poder, disfrutan del síndrome de Estocolmo. O lo prefieren y anteponen a la sangría que presupone el ajuste de cuentas entre ellos.

El 155 representó una medida extrema de nuestra democracia. Supuso un estímulo electoral en el discurso victimista del soberanismo. Ha ido asimilándose con extraordinaria normalidad en la cohabitación de las administraciones. Y puede convertirse ahora en la expresión de un Gobierno alternativo, pero también representa un límite de velocidad a los excesos en que pretenda incurrir el independentismo, exactamente igual que sucede con los escarmientos judiciales.

Se explica así la propia indolencia de los líderes “indepes”. La represalia de los tribunales y la suspensión del Gobierno (155) han provocado el repliegue de los héroes —desfilan diciendo que el procés era broma— y han detenido el voluntariado de los mártires, de tal forma que la parálisis enfermiza convierte a Rajoy en molt honorable president de Cataluña.