FRANCISCO ROSELL-EL MUNDO

«Cuando nos nombran algo, nos pegan un perdigonazo en el ala y ya no volvemos a volar igual», admitiría en cierta ocasión, a modo de desahogo, un político de dilatada trayectoria en desempeños ministeriales como el democristiano Iñigo Cavero. Fue ministro de Justicia y de Cultura, en dos ocasiones, primero con Suárez y luego con Calvo Sotelo, falleciendo en 2002 cuando presidía el Consejo de Estado, tras haber sido el último en apagar la luz de la sede de la extinta UCD y de correr con parte de las deudas. Eso sí, no llegó al punto calamitoso de Antonio Maura hijo, ministro en el Gobierno Provisional de la II República. Volcado en mantener el orden público «a brazo partido con las bandas de insensatos que estaban hiriendo de muerte a un régimen recién nacido», se sentía, al mes de tomar posesión de su cargo, que había dejado de ser ministro para convertirse en «loquero mayor de un manicomio suelto y desbordado».

Iñigo Cavero asumía una especie de síndrome del que participan quienes, en cuanto experimentan la sensación de poder, reducen su capacidad de análisis y se sumen en una ceguera que les hace creer que no hay que mirar más allá de sus narices. A primera vista, y atendiendo a la conducta por la que se guía, también participaría del mismo un irreconocible Fernando Grande-Marlaska. Antaño juez de prestigio presto a lidiar con asuntos de la mayor gravedad y hoy elusivo ministro del Interior hasta desamparar a sus subordinados en momentos críticos como los que se viven en Cataluña. Mucho más apreciable esa deserción a raíz de que los independentistas hayan votado la expulsión de la Guardia Civil tras desmantelar un supuesto grupo terrorista con siglas de histórica marca de explosivos (ERT) integrado en los Comités de Defensa de la República (CDR) que alienta Torra, a la sazón máximo representante del Estado en la comunidad. Sin embargo, no es exactamente su caso. Se trata, por contra, de una ignorancia deliberada. Por eso, su proceder, con claro menosprecio a la Benemérita, raya en la indignidad.

Diríase que es el primer jefe de la historia de la Guardia Civil que se comporta como si no estuviera al frente del Instituto Armado. Si los primeros ministros socialistas del ramo, como José Barrionuevo, presumían de haber descubierto a la Guardia Civil, ahora se diría que el choque de Marlaska con el Cuerpo ha servido para descubrir a un ministro en los antípodas de cuando vestía toga. Parecía el caballero sin espada que interpretaba James Stewart en la película de Capra. Pero, con todo, lo peor es que, sea por apatía, inconsciencia, frivolidad, cobardía o ceguera, interiorice las descalificaciones contra la España constitucional con su ominoso silencio.

Si ya resultó extraño que hace un año, tras citarse con Torra en la reunión de la Junta de Seguridad en Barcelona, anunciara que los mossos retirarían los lazos amarillos, cuya colocación promovía el valido de Puigdemont y que prendía en su solapa como si fuera la Gran Cruz de San Jordi, no lo fue menos su bronca a los jefes de la Guardia Civil por no pormenorizarle el desmantelamiento, bajo las órdenes del juez García Castellón, del autodenominado Equipo de Respuesta Táctica por pertenencia a organización terrorista, tenencia de explosivos y conspiración para la comisión de estragos como el asalto al Parlament. Tampoco lo ha sido menos que repudie la intachable alocución del general Pedro Garrido este miércoles en la celebración barcelonesa de la patrona de la Guardia Civil para aplacar a un sulfurado independentismo que reclamó la destitución de este mando con mayor intensidad si cabe que al desarticular la célula terrorista de los CDR.

Como parte de un Estado que se ha quedado en las raspas en Cataluña –y a falta del ministro o del director general de la Guardia Civil que hubiera tenido unas palabras de reconocimiento a unos subordinados que están dando lo mejor de ellos–, el máximo responsable del Cuerpo en el Principado hizo un alarde de constitucionalismo: «Nos mantenemos firmes en nuestro compromiso con España de trabajar por la libertad y seguridad de todos los ciudadanos. Lo demostramos hace dos años, y lo hemos hecho de nuevo recientemente. Y cada vez que sea necesario lo volveremos a hacer».

Sin duda, un impecable alegato de quien tuvo a bien reconocer a dos resistentes del Poder Judicial. De un lado, otorgó una medalla póstuma al juez Ramírez Sunyer, primer togado en investigar el referéndum ilegal; de otro, condecoró a la secretaria judicial que hubo de irse por la azotea ante el cerco de la jauría independentista de la Consejería de Junqueras y que personificó dramáticamente la puesta en fuga de la Justicia en Cataluña. Que el general dijera en catalán «lo volveremos a hacer» (expresión idéntica al eslogan separatista ho tornarem a fer) fue considerada una provocación por la Generalitat por parte de quien, justificando su aguerrido apellido, advirtió asimismo de la deriva violenta de la revolución de las sonrisas.

Si en primera instancia el ministro se hizo el sueco que no es, luego rezongó contra quien comanda unos servidores públicos a los que nunca tantos debieron tanto siendo tan pocos. Pero que muestran un coraje que les lleva a preservar su obligación frente a cualquier inconveniente. Incluido carecer de un ministro que los defienda, en vez de meter la cabeza bajo del ala como el avestruz. Con gran perplejidad, Marlaska adopta lo que el sociólogo Saka Tong, japonés de nacimiento, pero criado en México, llama «el manual del perfecto agachado», donde aconseja para escapar ileso de cualquier situación potencialmente conflictiva no darse nunca por agraviado. Así, Marlaska no hace problema de ningún asunto por grave que sea que acontezca en Cataluña.

De la misma manera que es patente que el Gobierno en funciones hubiera preferido que la operación Judas contra el terrorismo separatista no se hubiera anticipado a la sentencia del 1-0, lo que habría supuesto una temeridad sabiéndose la inmediatez de los planes explosivos, también hubiera agradecido el mutismo del general Garrido. Más allá de que, según Voltaire, «en todo asunto de importancia hay siempre un pretexto que se pone en vanguardia, y una razón verdadera que se disimula». Esa razón verdadera no es otra que el designio del PSOE de que cualquier solución para Cataluña pasa por entenderse con ERC, al igual que se unce al PNV en el País Vasco.

En este sentido, el Gobierno no puede por menos que felicitarse de que, atendiendo al cambio de posición de la Abogacía del Estado, el Tribunal Supremo se incline por condenar por sedición a nueve de los 12 acusados del 1-O –Junqueras, Forn, Turull, Rull, Bassa, Romeva, Forcadell, Cuixart y Sànchez–, que no por rebelión, como argumentaban el juez instructor Llaneras y la Fiscalía del Estado. Con esta resolución de la Sala Segunda del Alto Tribunal, puede rememorarse el histórico comentario de Torcuato Fernández Miranda de que estaba en condiciones de ofrecerle al Rey Juan Carlos el candidato que le había pedido para relevar al paleofranquista Arias Navarro y que era un tapón para la Transición. Merced a sus trampas saduceas y a sus cabildeos en el Consejo del Reino que debía proponer la terna al monarca, logró meter de matute el nombre de Suárez. Si el Monarca tuvo el presidente que quería, probablemente Sánchez dispone de la sentencia que perseguía.

A la espera de conocer el tenor del fallo, adelantado por EL MUNDO, cuesta Dios y ayuda entender que los hechos juzgados sean un mero delito contra el orden público (sedición), y no una rebelión contra el orden constitucional y la integridad territorial de España al declarar sus promotores la independencia en Cataluña. Nuestros Salomones, dando prioridad a la unanimidad, han optado por esta vía intermedia que, al parecer, va a librarles de inconvenientes. Primero en el Tribunal Constitucional donde mora Cándido Conde-Pumpido, el guardián entre el centeno, y luego en el Tribunal de Estrasburgo. No obstante, muchos ciudadanos convendrán con aquel diputado socialista francés André Laignel que dijo «usted se equivoca jurídicamente porque su causa es políticamente minoritaria».

Pero es que, además, al margen de los años de pena por sedición –oscilan entre los 10 y 15 años de prisión e inhabilitación por igual periodo–, estos Sumos Hacedores de la Justicia se inclinan por abrir el portillo de la traición al querer desestimar la solicitud del Ministerio Fiscal para que los penados no accedan al tercer grado hasta cumplir la mitad de su condena. Ello, sin descartar, otras medidas de gracia políticas que harán que una resolución judicial de esta enjundia pueda ser, en vez de un baluarte, un acicate para un secesionismo al que las concesiones sólo sirven para estimular las exigencias al entenderlas como debilidades.

Como los españoles no es ya que ignoren su historia, es que la desprecian, están condenados a repetirla trágicamente, según juzgó un compatriota como Santayana que se marchó a EEUU y hasta modificó su nombre de pila. Así, los herederos socialistas de aquel Indalecio Prieto que le confiaba a Azaña que «Companys está loco; pero loco de encerrar en un manicomio», como ahora deslizan sobre Torra, lo homenajean cada dos por tres tras perpetrar sendos golpes de Estado contra la legalidad española. Primero en el 34, dos años después de aprobarse el Estatuto catalán, y otro en plena Guerra Civil. En cambio, sentencian al mutismo al general Garrido, junto a sus últimos de Cataluña, siguiendo la estela del general Batet, tras sofocar el golpe de Companys e ingresarlo en la cárcel. Rehabilitado tras el controvertido triunfo del Frente Popular en las elecciones de febrero de 1936, retornaría a las andadas al poco de poner un pie en la calle.

En cierta manera, como dos vidas paralelas, los generales Batet y Garrido padecen la soledad del sheriff Will Kane que Gary Cooper encarna en Solo ante el peligro. Mientras aguarda la anunciada irrupción de los desalmados hermanos Miller, el juez Mettrick le recomienda que desista. Preparando su huida, mete en unas alforjas la bandera de la Unión, la balanza de la Justicia y el mazo, los atributos de su alta magistratura. Ellos, como aquel sheriff de película, son héroes sin estatua ni nombre de estadio.