José Luis Zubizarreta-El Correo

  • «La miseria de nuestra condición hace que lo que a nuestra mente le parece más verdadero no le parezca lo más útil para nuestra vida»

Tan mal parece estar hoy la política española que sus líderes no paran de idear y proponer planes que persiguen, con uno u otro nombre, su regeneración. Tal fue el caso del recién estrenado lehendakari, Imanol Pradales, quien, con su ‘Pacto por una Actividad Política Ejemplar’, activó el debate en el Parlamento sobre un decálogo ético que rija la conducta de sus miembros. A él se ha sumado ahora, en cumplimiento del compromiso que adquirió en abril, tras cinco días de retiro y abandono de su cargo, el presidente, Pedro Sánchez, con su ‘Plan de Acción por la Democracia’ y su treintena de propuestas regeneradoras.

Si prescindimos de la intención, recta o torcida, ingenua o interesada, que ha inspirado cada una de estas iniciativas y nos centramos en la denuncia que ambas contienen del progresivo deterioro que está padeciendo la política, nadie que mire con un mínimo de objetividad la realidad que le rodea podrá declararse en desacuerdo. Admitamos, si se quiere, a modo de consolador atenuante y para no fustigarnos en exceso, que no somos excepción, pues no hay democracia que se libre de verse amenazada de idénticos o parecidos vicios. Algo les ocurre a todas que, de no ponérsele remedio, puede acabar dejando de ellas sólo el nombre. Los impulsos autoritarios y la falta de respeto a las normas que desde dentro las minan y los ataques que las acosan desde fuera requieren remedios que las devuelvan a lo que pretendieron ser en su origen.

En cuanto a las propuestas que se han presentado no parece que les vaya a sonreír el éxito. Bien sea por su etérea inconcreción, bien por su encubierta finalidad, unas han sido acogidas con extrema reticencia y otras han cosechado un notable rechazo. Las primeras, porque nadie quiere ser reconvenido por una autoridad que, en materia de ética, no reconoce; las segundas, porque rezuman intenciones más autodefensivas que autocríticas. Además, ni unas ni otras caen en terreno abonado, sino en campo sembrado de minas. El actual enfrentamiento entre las partes no permite confiar en una solución que tenga origen en una sola de ellas. Miremos, pues, al pasado.

Nuestra común historia europea abunda en crisis políticas de parecidos contornos, y todas ellas han encontrado líderes que, con mayor o menor fortuna, han intentado hacerles frente y superarlas. De entre todos los posibles, destacan dos, casi contemporáneos, que debieron enfrentarse, cada uno a su manera, a coyunturas extremadamente conflictivas en sus respectivos países. Reflejan dos actitudes contrapuestas entre las que los actuales líderes no estaría mal que se vieran compelidos a optar. Se trata de Maquiavelo en una Florencia enquistada en el descontento y la revuelta, y Montaigne en una Francia sacudida por guerras civiles de motivación religiosa. A ambos les tocaron tiempos confusos y difíciles, y el modo en que cada uno reaccionó se erige hoy en modelo a seguir o rechazar por nuestros actuales líderes políticos.

Entre el pragmatismo de lo útil y la prudencia de lo justo estaba y está el dilema. Los extremos cambian de nombre, pero la disyuntiva es idéntica. Servicio o poder, principios o éxito, ética o eficacia, verdad o mentira, lealtad a la palabra dada o engaño, fines o medios. Tales son, entre otros, los nombres que reciben los polos entre los que debieron optar o los que hubieron de compaginar el politólogo florentino, siempre luchando por entrar en política, y el responsable público bordelés, siempre tentado de abandonarla. El dilema es eterno, aunque se revista de distintos ropajes. Idéntico, en fin, al que han de enfrentarse hoy los políticos en una sociedad que ellos mismos han contribuido a dividir en polos irreconciliables.

Maquiavelo optó por la utilidad y, en busca de un fin óptimo, no dudó en aconsejar aplicar, con repugnancia, los medios más reprobables. Montaigne dejó dicho, por su parte, con tanta verdad como orgullo, que «he podido desempeñar cargos públicos sin desviarme de mí mismo ni la distancia de una uña». El florentino merece, quizá, disculpa y comprensión, sometido como se vio a lo que definió como «la inevitable maldad humana». El segundo se ganó, en cambio, el reconocimiento más sincero y el más unánime encomio de la posteridad. El dilema vuelve a plantearse y dividir a la política. Habrá quien prefiera el inmediato y fácil aplauso de lo útil al callado y quizá póstumo reconocimiento de la justicia y la verdad. Si quiere saber mi opción, el título la delata. Quizá resulte útil optar alguna vez por la decencia.