Melancolía Podemita

ABC 02/07/16
JUAN MANUEL DE PRADA

· A Iglesias lo debilitó el desquiciado empeño de convertirse en un socialdemócrata modosito

ANDAN las huestes de Podemos melancólicas como don Quijote, después de resultar vencido por el caballero de la Blanca Luna en la playa de Barcelona. Pero don Quijote era criatura nobilísima; y la melancolía, tras los desabrimientos iniciales, le trajo la lucidez suficiente para afrontar la muerte. En las criaturas menos nobles que don Quijote la melancolía produce morbosidades penosas: entre literatos, por ejemplo, conduce al romanticismo llorón; y entre demócratas engendra una mezcla explosiva de desánimo y rabia sorda que cristaliza en lucubraciones paranoicas. Así les ocurre a muchos votantes de Podemos, que han puesto en circulación la hipótesis de un pucherazo o tongo electoral que explique el desfondamiento inesperado de su partido.

Y no es de extrañar que florezcan estas putrescencias paranoicas, pues el desfondamiento de Podemos ha sido, en efecto, uno de los fenómenos más chocantes que nos ha ofrecido la política en muchos años; tan chocante que casi ha parecido un escamoteo o truco de magia. En la edad dorada de la magia, los magos rivalizaban entre sí; y ponían tanto ahínco en perfeccionar sus trucos como en desbaratar los de su rival, infiltrando en su equipo esbirros que lo perjudicasen con sus patoserías. Algo así le ha ocurrido a Podemos, que además del consabido pedrisco de mojicones de los rivales ha tenido a mucha gente en sus filas jodiendo la marrana, desde una Carmena llena de remilgos hasta los viejos comunistas que han visto la ocasión pintiparada para vengarse con su abstención de Pablo Iglesias, el jovenzuelo que les pasó por encima como una apisonadora, logrando en un periquete lo que ellos no habían logrado en cuarenta años.

Pero, entre todos los boicots internos sufridos por Podemos, ninguno ha sido tan demoledor como la decisión de afrontar la campaña electoral con un «perfil bajo». Es como si Arriola, el pitoniso de Rajoy, se hubiese clonado e infiltrado en las filas podemitas; sólo que, mientras que al carácter cachazudo de Rajoy le puede convenir una campaña de «perfil bajo» (porque amodorra a sus rivales), al temperamento eléctrico de Iglesias le viene como un baño de bromuro. Fue, en verdad, patético el «perfil bajo» adoptado por Iglesias, en su esfuerzo por captar «voto moderado», con momentos de auténtico alipori, como esa desquiciada vindicación de Zapatero (el presidente que convirtió definitivamente a España en una colonia, con la reforma del artículo 135 de la Constitución) o su mansurrona, casi pastueña, intervención en el debate televisivo. Este Pablo Iglesias eunocoide, lanzando sonrisitas de pitiminí socialdemócrata, era –además de un artificio inverosímil– una invitación al abstencionismo; porque quien ponía cachondos a sus votantes era el Iglesias con el colmillo retorcido, el Iglesias vibrante y fustigador, el Iglesias del tictac y hasta de la cal viva, el Iglesias que despedazaba a sus rivales con réspices como látigos. Este Iglesias castrado tal vez oculte mejor sus defectos (su soberbia desdeñosa, por ejemplo), pero a la vez mata sus virtudes, como siempre ocurre cuando uno reprime su naturaleza verdadera. Por eso quienes desean hundirnos nos recomiendan siempre que nos reportemos, que nos contengamos, que nos mordamos la lengua, que renunciemos a nuestro estilo, según le advertía Vargas Vila a Ruano: «Hágase usted fuerte en sus vicios, sea orgulloso y administre y exalte sus defectos. Es el modo de triunfar. ¿A que nadie le recomienda a usted esto? Porque el deseo de todo el mundo es debilitar a quien puede hacer algo».

A Iglesias lo debilitó el desquiciado empeño de convertirse en un socialdemócrata modosito. Y todo esfuerzo inútil conduce, a la postre, a la melancolía.