El Correo-JOSEBA ARREGI

Lo único que une a la dictadura de Franco, su régimen, y la democracia posterior a la transición, al Estado de Derecho, es la historia de terror de ETA

Un escritor alemán que vivió la destrucción de Hamburgo por la fuerza aérea aliada, Hans Erik Nossack, finalizada la guerra escribió las siguientes frases: «¿O es que no era correcto vivir así (como antes de la guerra)? ¿Hicimos uso abusivo de las cosas para escondernos tras ellas de la dureza de la realidad? Pero las cosas que nos defendían han sido destruidas, y ahora estamos desnudos y sin ningún refugio ilusionario. Es preciso formular esta pregunta. Hay que confesar u olvidar, no hay tercera opción. ¡Olvidar! Unos pocos de los que quedaron estaban tumbados en el suelo desnudo del mundo. Estaban alrededor de un fuego, hombres y mujeres. Estaban vestidos con harapos, pero no conocían otra cosa. Era noche. Había estrellas, las mismas de siempre. Entonces alguien empezó a hablar en su sueño. Nadie podía entender lo que decía. Pero todos empezaron a intranquilizarse. Se levantaron, se alejaron del fuego, escuchaban ansiosamente la fría oscuridad. Patearon con sus pies al que soñaba. Entonces éste despertó. ‘Estaba soñando. Debo confesar lo que he soñado. Estaba con lo que hemos dejado atrás’. Cantó un canto. El fuego palideció. Las mujeres comenzaron a llorar. ‘Confieso: éramos humanos’. Entonces los hombres se dijeron unos a otros: ‘Si lo que ha soñado fuera verdad quedaríamos helados de muerte. Matémoslo’. Y lo mataron. Entonces el fuego se reavivó, y todos estaban contentos».

Aunque las circunstancias sean radicalmente distintas, pues aquí no ha habido guerra, ni destrucción de ciudades en los últimos 60 años, y los vascos no están refugiados fuera de sus hogares –aunque demasiados lo están todavía a causa de ETA– ni vestidos con harapos, o al menos no en el sentido material, aunque quizá sí en el espiritual, la alternativa que plantea el autor se puede aplicar en toda su crudeza: «hay que confesar u olvidar, no hay tercera opción». Y la confesión aparece en el sueño de alguien que está dormido y sueña en alto. Y sueña que «estaba con lo que hemos dejado atrás». Y lo que habían dejado atrás no era otra cosa que la humanidad: «¡Confieso: éramos humanos!».

La violencia sufrida les había arrebatado la humanidad. Y a pesar de todo nadie quería verlo. Sobrevivían. Y querían seguir con la vida, seguir viviendo. Y la confesión del soñador les perturbaba, y por eso deciden callarlo, callarlo para siempre: «Matémoslo». Y lo mataron. La vida siempre sigue, aunque en condiciones materiales miserables. Otras veces la vida sigue en condiciones materiales estupendas, pero dejando quizá mucho que desear en humanidad y en salud espiritual, porque se prefiere olvidar y no recordar lo que ha enterrado la humanidad: la violencia. En el caso de la sociedad vasca, la violencia ejecutada por quienes pretendían conseguir una Euskadi libre de los diferentes, libre de libertad de conciencia, libre de libertad de identidad, libre de libertad de sentimiento de pertenencia, también ha enterrado en cada uno de los asesinados u objeto de atentado mortal en intención la humanidad; sobre todo, la humanidad propia.

Al soñador de la narración lo matan para callarlo y para seguir con la vida. No quieren que se les recuerde que han perdido la humanidad, que la han dejado atrás. También en la sociedad vasca se quiso acallar y ocultar el enterramiento de la humanidad, no se quiso mayoritariamente ver lo que estaba sucediendo. Al asesinato y a la amenaza y el miedo les acompañaba la ocultación de la destrucción de la humanidad, también de la propia. Sí, hubo voces que se alzaron contra lo que estaba sucediendo entre nosotros, pocas voces conscientes que gritaban en una gran soledad, grupos que mantenían la dignidad frente a tanta degradación.

Pero sobre todo levantaron su voz las otras víctimas, los familiares y allegados de los asesinados. Se unieron contra viento y marea. Soportaron el silencio, la exclusión, el odio, el resentimiento por tratar de sacudir las conciencias. Pero no cedieron, continuaron con su trabajo de tratar de dar voz a aquellos cuya voz había sido acallada para siempre por los terroristas, por los verdugos. Para que con la humanidad que los terroristas habían enterrado no desapareciera la humanidad de todos nosotros.

Y han tenido que soñar gritando que sin el recuerdo de los verdugos no puede haber memoria debida a las víctimas asesinadas, que ellas, las víctimas familiares han tenido que ser la voz de aquellos que ya no pueden hablar y que gritan desde su silencio impuesto que alguien hable en su nombre, con cuidado, pero en su nombre, pues ellos ya no lo pueden hacer. Gritar sin escamotear nada, pues si los verdugos son «victimarios» y las víctimas son sólo los familiares y amigos a los que se les puede terminar dando un abrazo, las distancias se van borrando, la distancia radical entre quienes deciden matar y quienes sufren la condena a muerte. En el discurso de las violaciones de derechos humanos, de la historia del conflicto, de todos los derechos de todas las personas en (casi) toda la historia de Euskadi los asesinatos concretos se pierden, se pierde la noción de que ha habido una organización que se da a sí misma el permiso, mejor: se impone a sí misma la obligación de matar para construir y conseguir la Euskadi que ellos y todos los nacionalistas radicales sueñan, que matan en nombre del pueblo vasco que ha sido supuestamente víctima de la España opresora.

Lo único que une a la dictadura de Franco, su régimen, y la democracia posterior a la Transición, al Estado de Derecho, es la historia de terror de ETA. ¿Cómo no va a ser posible y necesario centrar la memoria en la historia de terror de ETA, sin por ello tener que negar ni el GAL, ni las torturas? Pero es ETA la que da unidad y sentido a la historia antes y después de la transición con su historia de terror para la materialización de su proyecto político de Euskadi y socialismo.

Si hace 20 años no hubiera nacido Covite sería necesario hacerlo ahora. Para proteger una memoria crítica que sirva para renovar la democracia, una democracia que seguirá herida sin la memoria crítica de la historia de terror de ETA.