Jon Juaristi-ABC

PROVERBIOS MORALES En el cincuentenario de la muerte del gran filólogo e historiador

RAMÓN Menéndez Pidal (1869-1968), de cuyo fallecimiento se cumplirá medio siglo el 14 de noviembre del presente año, fue el último liberal unitario de la Historia española. Contra el tópico que lo persigue, no fue un nacionalista. Formado en la Restauración (llegó a definirse a sí mismo como uno de la generación del 98) compartió el pesimismo de los hombres de su época acerca de la capacidad de España para devenir una nación en el sentido moderno. Tal pesimismo no tenía, sin embargo, en su caso, el sesgo fatalista del mito finisecular de la decadencia de las razas latinas. Al contrario que sus contemporáneos noventayochistas, Menéndez Pidal no veía la raíz del problema de España en una degeneración biológica, sino en el carácter ferozmente individualista de los españoles que detectaba ya en los «apartadizos» e insolidarios iberos de la remota Antigüedad. Esa convicción lo apartó a la vez del carlismo de su estirpe y del federalismo. Todo lo que contribuyera a la división política de España en territorios o pueblos contrapuestos le parecía sencillamente suicida.

Ese pesimismo estuvo en el fundamento de la gigantesca labor intelectual que desarrolló en los ámbitos de la Filología y de la Historia. En el de la primera, fue el iniciador de la fase científica de dicha disciplina en nuestro país, el importador de la lingüística histórica positivista y el fundador de la Escuela de Filología Española, a la que incorporó no sólo un amplio plantel de investigadores españoles, desde Américo Castro a Rafael Lapesa, pasando por Navarro Tomás, Pedro Salinas, Dámaso Alonso, García Solalinde y otros muchos, sino también la red de colaboradores que en las universidades y academias de la América hispana impidieron la fragmentación de la lengua común que pretendían los nacionalismos criollos. El gran activo que supone hoy el español en el mundo se debe, en buena parte, a las iniciativas trasatlánticas de Menéndez Pidal y sus discípulos.

En el ámbito de la Historia, auspició, con la creación del Centro de Estudios Históricos, el primer gran intento de sistematizar la investigación del pasado español. Representa además la culminación de la historiografía nacional emprendida en el XIX por los Modesto Lafuente, Eduardo Zamora y Caballero, Amador de los Ríos, etcétera, a la que emancipó de su dependencia de los modelos franceses (Romey, Guizot, Michelet), acercándola al paradigma de la historia de la lengua y de la tradición literaria, común esta en España –al contrario que en Francia– a los estamentos letrados y a los populares. Junto a Unamuno, encarnó una modalidad de liberalismo transaccional que integraba la tradición –la «verdadera tradición» que don Miguel invocaba en sus artículos juveniles– como tegumento histórico de la nación política. De ahí que, en 1947, en la inmediata posguerra global, propusiera una salida de la dictadura en términos que recuerdan mucho al compromiso histórico italiano: un acuerdo político entre un partido de la revolución y un partido de la tradición. La fórmula también evoca la de la Restauración canovista, pero en 1947 remitía al pacto entre De Gasperi y Togliatti. No se le hizo caso en España porque, como observara su nieto y continuador de su obra, Diego Catalán, ni los vencedores ni los vencidos de nuestra guerra civil se morían de ganas de volver a la democracia liberal.

No sé si la España actual está en condiciones de honrar dignamente la memoria de los que, parafraseando a Sebag Montefiore, habría que llamar los titanes de nuestra Historia, pero si algunos lo merecen, destaca entre ellos Ramón Menéndez Pidal, que construyó los saberes de la nación para un tiempo de libertad.