Editorial- El MUndo

DIJIMOS que las elecciones en Andalucía inauguraban el ciclo electoral que redefiniría el mapa de la representación política en toda España. Pues bien, los andaluces han empezado ya a redefinirlo, y de forma drástica: infligiendo al socialismo el peor castigo de su historia. Que en Andalucía se ha votado en clave nacional parece más que obvio. En la primera ocasión que se ha ofrecido a los españoles –en este caso los andaluces– de pronunciarse sobre los últimos acontecimientos políticos acaecidos en España desde 2015, desde el golpe separatista en Cataluña hasta la moción de censura que llevó a Pedro Sánchez a La Moncloa con los votos de los propios partidos que pilotaron el golpe, el castigo ha resultado de una severidad sin precedentes. Si en su feudo más fiel recibe semejante correctivo, las expectativas electorales en las autonómicas y en las generales del PSOE quedan seriamente comprometidas.

El casi medio millón de votos que ha perdido Susana Díaz, incapaz de movilizar a su electorado ni amparada en el mastodóntico aparato de poder de la Junta de Andalucía, trae causa en cierta medida del progresivo desgaste de un régimen ininterrumpido de casi 40 años. Sin duda han influido en la debacle socialista los groseros escándalos de corrupción y la incapacidad para revertir los indicadores económicos que año tras año condenan a una tierra llena de posibilidades al furgón de cola de las regiones europeas. Pero casos de corrupción hubo antes y deficiente gestión también: el factor decisivo, por novedoso, es eso que en estas páginas hemos bautizado como sanchismo. Una estrategia personalista de poder que, traicionando la vocación de Estado del PSOE, ha protagonizado el político que le da nombre apoyándose en socios indeseables con tal de alcanzar y retener el poder sin pasar por las urnas. Si Sánchez pensaba que aliarse con populistas y separatistas –cuyo objetivo declarado es la liquidación de nuestra Constitución– podía salirle gratis, ya tiene la respuesta de los españoles, y obtenida allí donde con mayor fidelidad votan al PSOE.

La baja participación se ha cebado especialmente con las fuerzas de izquierda, precisamente aquellas que aún ostentan o sostienen el poder en la Junta y en el Gobierno de España. Podemos cae en la irrelevancia. Pero Susana Díaz, pese a su rostro desencajado, evitó hacer la autocrítica que le correspondía –de la manera más pertinente que podía hacerla: dimitiendo– y planteó a la desesperada una coalición constitucionalista para frenar a Vox, opción que también propone Ciudadanos liderándola Juan Marín. La formación centrista obtuvo un magnífico resultado, que premia su valentía en Cataluña –Inés Arrimadas y Albert Rivera se han volcado en la campaña– y demuestra que la voluntad de pacto (y no solo el antagonismo) también se premia en democracia. Pero ahora se abre un delicado juego de negociaciones a varias bandas para dirimir la forma en que se traduce el esperado cambio en Andalucía. La poderosa irrupción de Vox refleja el voto del castigo y del hartazgo, pero su mensaje xenófobo y sus métodos populistas pueden complicar los acuerdos con los partidos constitucionalistas, que miran a los comicios futuros. No cabe descartar por tanto una larga etapa de bloqueo postelectoral.

El bipartidismo continúa su declive. Pero a pesar de que el PP obtiene el peor resultado de su historia –el número de votos que pierde coincide prácticamente con el número de votos que gana Vox–, ha logrado evitar holgadamente el sorpasso de Cs merced en buena medida al esfuerzo y la ubicuidad de Pablo Casado. Consciente de la prueba crítica que Andalucía representaba para su liderazgo, logra consolidarlo y presentarse en los próximos retos electorales como alternativa hegemónica al sanchismo.

La falta de escrúpulos, el obsceno cortoplacismo, la propaganda abusiva y las alianzas indignas tienen un precio. Los andaluces lo han tasado. Y está por ver que el PSOE sobreviva a su factura.