ANDRÉS BETANCOR-EL MUNDO

El autor explica que el miedo, en política, es el verdadero poder y quien lo controla, gana. Por eso es atizado interesadamente para conseguir los 

EL LIBRO DE Bob Woodward dedicado al Presidente Trump se titula Miedo. Comienza con una frase que Woodward pone en boca de Trump: «El verdadero poder es –ni tan siquiera quiero utilizar la palabra– el miedo».

El miedo es poder; el «verdadero poder». Hasta la jovencísima activista ambiental Greta Thunberg lo sabe cuando, ante la Comisión de Medio Ambiente del Parlamento Europeo, afirmó: «Quiero que entréis en pánico, porque la casa está en llamas». Así pretende conseguir movilizar las conciencias y las voluntades para reducir las emisiones que causan el cambio climático.

Quien controla el miedo, gana. Es el miedo político. El miedo como instrumento del y al servicio del poder. Es una emoción innata; muy útil e, incluso, necesaria. Nos aparta de los peligros; el gran obrador de nuestra supervivencia como especie. Frente al peligro, una reacción pre progamada, desde la huida, hasta la defensa. Esa reacción es la que resulta importante para el poder. Dirige voluntades; las manipula, las condiciona, las conduce hacia donde interesa al poder.

El miedo político siempre ha estado presente en la reflexión sobre el Estado. Hobbes habló del miedo como fuente legitimadora y justificadora del dominio, del Estado absoluto. El soberano libera a las personas del miedo del estado de naturaleza, a cambio del sacrificio de entregar su libertad. Maquiavelo recomendaba al Príncipe que se sirviera del miedo para conservar el poder: «Es más seguro ser temido que amado»; «el amor es un vínculo de gratitud que los hombres, perversos por naturaleza, rompen cada vez que pueden beneficiarse; pero el temor es miedo al castigo que no se pierde».

El miedo esclaviza; es el arma del despotismo contra la libertad. Crea miedo, y como decía Maquiavelo, te obedecerán. Frente a ese miedo dominador, el liberalismo ofrece, con Montesquieu a la cabeza, la exigencia de dotarse de mecanismos institucionales (división de poderes e imperio de la Ley) que liberen a las personas del miedo para ser libres. Porque, como afirmara J. Locke, el paso del estado de naturaleza a la sociedad civil lo es para proteger a la persona, pero sin renunciar a la libertad y a la propiedad. El Estado se ha de configurar no para esclavizar, como quería Hobbes, sino para dispensar seguridad, o sea, liberar al hombre del miedo. Es el Estado democrático de derecho; el Estado sometido a la ley de los ciudadanos y protector de las libertades, en particular, las de las minorías, las del disidente.

Franklin D. Roosevelt fue el primero que colocó, como ha recordado H. Bude, el miedo en la agenda política del siglo XX cuando en el discurso presidencial de marzo de 1933 afirmó, tras los terribles años de la Gran Depresión, que «lo único de lo que tenemos que tener miedo es del propio miedo». La primera tarea del Gobierno, por lo tanto, es la de quitarle el miedo a los ciudadanos. Es el objetivo del Estado del bienestar. Que la pobreza, la enfermedad, el desempleo, la vejez y tantas otras desventuras no sean las fuentes aterradoras que esclavizan.

Ni el Estado de derecho, ni el Estado democrático, ni el Estado del bienestar han podido acabar con la política del miedo. La historia del siglo XX hasta nuestros días ha seguido ofreciendo muestras, incluso terribles, de ese uso. Entre nosotros sigue siendo habitual. La utilizó el PP respecto de la irrupción de Podemos y ahora, el PSOE con la de Vox. Siempre el que está en el poder, para mantenerse, la utiliza. Los políticos definen una amenaza que gestionan, esgrimen, para provocar la reacción que les beneficia. La amenaza, para producir ese resultado, ha de ser creíble. Será real o imaginaria, pero ha de serlo. La Historia de España, indudablemente, ayuda.

Toda la violencia que ha ennegrecido la Historia de España desde el siglo XIX, pasando por las Guerras Carlistas y la Guerra Civil, la dictadura franquista y acabando con el terrorismo, ha creado el contexto en el que la semilla del miedo puede crecer y prosperar. El enfrentamiento entre españoles, bajo distintas banderas, ideológicas y políticas durante tantos años, ha alimentado el guerracivilismo, que ofrece credibilidad al uso de la amenaza política. Mantenerlo vivo es la condición imprescindible para que perdure la política del miedo. Sacar a Franco de paseo, mantener viva la Memoria histórica son necesarios para sostener el marco de referencia ideológico del miedo.

En la campaña electoral se ha llegado a decir, como la portavoz socialista, A. Lastra, que «tenemos el fascismo a las puertas del Congreso». Las palabras elegidas no son fruto del azar o de una calentura. Es alimentar el miedo, creíble en el contexto del guerracivilismo. Nada preocupa, y aún menos interesa, las consecuencias de alimentar el miedo: es el caballo de Troya del populismo.

Una ciudadanía miedosa, acobardada, no es libre. Como recordaba Bude, parafraseando a Roosevelt, «los hombres libres no deben tener ningún miedo del miedo, porque eso puede costarles su autodeterminación». Es presa fácil de la angustia. En un contexto de tantas inseguridades, donde las clases medias, como informaba la OCDE (Under Pressure: The Squeezed Middlee Cass), se consideran injustamente tratadas, aterradas ante la pérdida de lo que tiene y de caer en la pobreza, el miedo está dando alas a la angustia, tanto como la angustia al miedo. El círculo vicioso del miedo y la angustia está empujando hacia el populismo: la seguridad que les ofrece; las soluciones simples; la dilución del yo en la masa amorfa tras el líder que tiene la solución a sus problemas tras los muros de la soberanía, de la nación, del Estado, del poder.

El miedo no solo acobarda a la ciudadanía, sino que alimenta al populismo. El miedo a Vox es, paradójicamente, el mayor alimento de Vox. Y, a su vez, ¿acaso Vox no se está sirviendo del miedo? El miedo de unos contra el miedo de otros; miedo contra miedo; la espiral hacia el infierno a la que se nos pretende arrastrar.

SÓLO TENEMOS que tenerle miedo a los augures del terror, a los fascistas del fascismo, a los terroristas del terror. Las instituciones del Estado democrático de derecho son las únicas, como postulaba J. Shklar y su «liberalismo del miedo», que ofrecen protección frente al miedo. Un Estado democrático de derecho que ha soportado con entereza y determinación dos golpes de Estado, ¿a quién le puede temer? La reacción al golpe de Estado de octubre en Cataluña es la prueba más determinante de la fortaleza institucional de España. Nuestra democracia gestiona, con el imperio de la ley, la ilegalidad y administrará el castigo que corresponda a los responsables. Además, soporta, incluso, la falsedad y la mendacidad en foros internacionales. No nos asusta que Torra o Puigdemont vaya diciendo que España no es una democracia. El movimiento cívico catalán contra la secesión y por la democracia es la muestra quintaesencial de que al miedo se le puede y se le debe derrotar.

¿A quién le podemos tener miedo? Sólo al miedo mismo porque, una vez sale a pasear, ante la complacencia y el beneplácito de algunos, irá proyectándose, a elección de los políticos del miedo, sobre unos y otros. ¿Quiénes serán las amenazas, los inmigrantes, los pobres, los transexuales, los adversarios…? No hay límite a la política del miedo; basta la amenaza, la manipulación, la mentira, para crear al «enemigo».

El miedo es una emoción política tan estrecha (y tan miserable) que sólo los déspotas o los candidatos a serlo siguen viendo su utilidad en una democracia avanzada como la nuestra. No reparan en que ofrece el alimento a la angustia que atenaza el corazón de millones de personas, víctimas propiciatorias a caer cautivadas por la respuesta que el populismo les ofrece. El miedo lo alimenta. Y algunos, llevados en volandas por su cortoplacismo, siguen entretenidos en estrategias electorales que sólo piensan en mañana; lo que venga después, ni les importa ni les interesa.

Andrés Betancor es catedrático de Derecho Administrativo de la Universidad Pompeu Fabra.