ABC-PEDRO GARCÍA CUARTANGO

Nadie es capaz de explicar lo que sucede y por qué. Eso empuja a las masas hacia el populismo

MI abuelo me comentó que, cuando tenía 10 años, había visto por primera vez volar un avión sobre una colina de Miranda de Ebro. Había nacido en 1900 y murió en 1987. A lo largo de su vida, pudo ser testigo del descubrimiento de la penicilina, del lanzamiento de la bomba atómica sobre Hiroshima, del nacimiento de la televisión y del viaje del Apolo a la Luna en 1969.

Él mismo era consciente de la velocidad del progreso tecnológico, ya que, habiendo trabajado toda su vida en Renfe, recordaba que cuando era niño viajaba en un coche tirado por caballos a comprar alpargatas a Haro.

Cuando yo nací en la casa de mi abuelo, en 1955, había muy pocos automóviles y todavía las mercancías se seguían distribuyendo en carros. No existían la televisión ni los supermercados ni los plásticos ni las tarjetas de crédito. Mi madre me mandaba a comprar la leche a una vaquería cercana y los alimentos se envolvían en papel de estraza.

Yo he trillado sobre una tabla arrastrada por un par de caballos en las eras de Briviesca, donde se segaba con hoces y se separaba el trigo de la paja con animales ya que no existían las cosechadoras mecánicas o, al menos, nadie podía permitirse el lujo de utilizarlas.

Aquel mundo ha desaparecido, pero, como mi abuelo, no puedo dejar de asombrarme de un cambio que se va acelerando y que ha transformado nuestra manera de trabajar y de vivir. La volatilidad, como subraya Zigmunt Bauman, se ha instalado en el corazón de las cosas.

Al margen de esa sensación que han compartido todos los seres humanos de que el tiempo pasa de forma vertiginosa y que nuestra existencia es muy breve, el cambio se ha agudizado con una intensidad que resulta imposible de predecir cómo vivirán las generaciones venideras.

Jugando a adivino, uno de los grandes retos de finales de este siglo será la coexistencia de los hombres con máquinas inteligentes que, como en Blade Runner, podrán acometer cualquier trabajo e incluso realizar tareas que no somos capaces de soportar.

Nuestros dirigentes políticos están empeñados en batallas irrelevantes, sin siquiera ser conscientes de los grandes desafíos que encierra el futuro. Siguen anclados en una mentalidad arcaica, que les impide afrontar las mutaciones provocadas por la globalización y los avances tecnológicos. Y tampoco quieren reconocer que la evolución demográfica y los movimientos migratorios exigirán una profunda revisión del Welfare State, nacido tras el final de la Segunda Guerra Mundial.

En cierta forma, preferimos seguir mirando al pasado porque el porvenir nos aterra en la medida que hemos perdido el control de los cambios y porque las decisiones se toman a una escala que supera los Gobiernos nacionales. Nadie es capaz de explicar lo que sucede y por qué sucede. Eso empuja a las masas hacia el populismo.

Todo se ha vuelto incierto y volátil, lo que nos incita a buscar falsas seguridades en las cuales no vamos a encontrar nuestra salvación sino nuestra perdición.