Minutos de sectarismo

LIBERTAD DIGITAL 24/11/16
CRISTINA LOSADA

· Para Iglesias y demás, es la muerte de uno de esos políticos de la casta corrupta que hay que odiar… a muerte.  

En España enterramos muy bien, suele decirse, con todo lo que implica: en vida no van a parar de zurrarte, pero cuando mueras, ay, todo serán alabanzas. Al menos, uno podía contar con que, en la hora de la muerte, se obviaran los defectos y errores del fallecido para resaltar únicamente aquello de virtuoso que pudo tener. Es lo que hace cualquiera en la muerte de un familiar, de un amigo, de un conocido. Pero después de lo sucedido tras el fallecimiento de Rita Barberá, la pregunta es si un político, un cargo público, merece que se le trate en su muerte como a un ser humano.

Iglesias Turrión decidió que no. Para él, un minuto de silencio en el Congreso en recuerdo de una mujer que fue alcaldesa de una de las grandes ciudades españolas durante un cuarto de siglo equivale a blanquear la corrupción del PP valenciano y la corrupción en general. Está orgulloso de haberse ausentado, él con su grupo, de lo que llama «un homenaje a una persona imputada por corrupción». ¿Sólo fue eso Rita Barberá? ¿Una persona imputada por corrupción? ¿Contienen esas cinco palabras todo lo que fue y todo lo que hizo en su vida pública? Pregúntenselo al Ayuntamiento de Valencia y a la Generalidad valenciana, que, lejos del sectarismo de Iglesias, han exhibido una conducta impecable.

No es la primera vez que hay ruido por los minutos de silencio en España. Pero debe de ser la primera vez que el ruido del sectarismo rompe con tal fanfarria un minuto de silencio en la Cámara. Bien mirado, qué cabe esperar. El sectarismo, que está siempre latente, se ha elevado a tercer partido español desde que se quitó el embozo. No tiene ningún motivo para moderarse, ni siquiera ante la muerte. Por qué, si es la muerte de uno de esos políticos de la casta corrupta que hay que odiar… a muerte.

Y, sin embargo, de no haber sido por la incivilidad de Iglesias y su grupo, lo que más se hubiera oído en el minuto de silencio por Barberá era la mala conciencia del Partido Popular. La ha ventilado culpando a otros, pero no, señora Villalobos, no, señor Posada, no, señor Fabra: a Rita Barberá no la mató la prensa. Tampoco, ciertamente, la mató el PP. Sólo que hay algo que el PP pudo hacer para acortar o mitigar esa «condena mediática», esa «cacería injustificada», esa «persecución brutal» de las que han hablado con exageración demagógica varios dirigentes populares. Pudo pedirle hace tiempo a Barberá que abandonara la vida pública y no lo hizo.

A veces, no basta con pedirlo, es verdad. Pero si no basta con pedirle a alguien que deje la vida política es porque hay costumbre de no dejarla, pase lo que pase. En el PP ha sido costumbre afrontar los casos de corrupción dejando que se quemen hasta el final aquellos sobre los que se cernía la sospecha. En otras democracias, algo más veteranas que la nuestra, los cargos públicos suelen retirarse en cuanto surge algún indicio de conducta impropia o cuando tienen una responsabilidad política en la conducta impropia de otros. No significa esto que se declaren tácitamente culpables: significa que entienden que las instituciones no deben estar bajo sospecha ni un minuto y ellos, como cargo público, tampoco.

En nuestro país, los partidos más afectados por la corrupción se han resistido a emular esa costumbre, y en su lugar han entrado en disquisiciones bizantinas sobre si sus cargos deben dimitir cuando se les imputa, cuando se les abre juicio oral o cuando hay condena firme. Es notorio que esa actitud renuente tiene efectos tóxicos para las instituciones, los partidos y el sistema político en su conjunto. Convendría tener en cuenta que también puede tenerlos para las personas. Por más que quisieran a Barberá en el PP, como ahora proclaman, no la querían tanto como para persuadirla en su momento de que se retirara de la vida política. Prefirieron hacerle el vacío.