ISABEL SAN SEBASTIÁN-ABC

EL CONTRAPUNTO No consigo explicarme el silencio del Gobierno, salvo que su objetivo sea dejar a Puigdemont indefinidamente en Alemania

TRES jueces alemanes de una corte estatal menor se mofan del Tribunal Supremo de España y a nuestro Gobierno le parece bien. O al menos no le parece lo suficientemente mal como para quejarse pública y ruidosamente al país que ampara tamaña afrenta por boca de su ministra de Justicia. ¡No doy crédito!

La noticia me pilló en el corazón de los Estados Unidos, donde una bofetada semejante habría sido respondida con la contundencia debida, fuese cual fuese el inquilino de la Casa Blanca: Trump, Obama, Clinton o Bush. Ningún presidente habría puesto mansamente la otra mejilla, como ha hecho Mariano Rajoy, apelando al respeto debido a la independencia judicial. ¿Acaso la necesidad de acatar la decisión de un tribunal extranjero impide a nuestro líder patrio defender la dignidad gravemente atacada de nuestra más alta instancia nacional? Porque eso es exactamente lo que han hecho esos tres togados de Kiel. Anteponer su criterio, escasa o nulamente informado, al de la corte de casación española, haciendo mangas y capirotes de los principios en los que se basa la Justicia con mayúsculas, la euroorden cursada por el juez Llarena y desde luego la Unión Europea, constituida por naciones libres, democráticas y presuntamente movidas por los mismos ideales.

No entro a valorar los motivos que han llevado a esos tres jueces alemanes a proteger con tal celo al prófugo Carles Puigdemont, acusado de rebelión y malversación de caudales públicos. Habiendo residido en Alemania (Frankfurt am Main), me consta la condescendencia ciertamente altiva e impregnada de supremacismo con la que nos miran a los españoles muchos compatriotas de la señora Merkel. Tal vez de supremacistas a supremacista se hayan reconocido entre sí y alumbrado una corriente natural de simpatía, nacida de un sentimiento común de superioridad con respecto a lo español. Tal vez el prestigio local y/o las influencias del carísimo abogado contratado por el golpista haya pesado más en la decisión de esos magistrados que cualquier argumento jurídico. O acaso haya que buscar razones todavía más oscuras y por ende menos confesables. En lo que atañe a la señora Katarina Barley, representante del ala izquierda del socialismo germano, es de suponer que le habrá bastado la satisfacción de propinar una patada a un Ejecutivo de derechas y, de paso, crear un problema a la canciller con quien se ve obligada a gobernar pese a detestarse mutuamente. ¿Qué más le da a ella lo que ocurra en Cataluña? Es probable que ni siquiera sepa situarla en un mapa.

Existen muchas causas susceptibles de explicar el desplante tan gratuito como intolerable sufrido por el juez Llarena, el Tribunal Supremo y la nación española en su conjunto a manos de tres jueces alemanes, la ministra de Justicia de dicho país y, por consiguiente, Alemania. Ninguna de ellas sirve ni remotamente el interés de la Justicia o los derechos humanos. Antes al contrario, cualquiera de ellas convierte en papel mojado ese gran logro que fue la euroorden, daña gravemente las relaciones de confianza y cooperación que han de regir en el seno de la UE, pone en cuestión el concepto «Estado de Derecho» de los miembros que la integran y perjudica por tanto la seguridad colectiva y la razón de ser de la Unión. Lo que no consigo hallar es una sola razón que explique el vergonzoso silencio de nuestro Gobierno. La aceptación sumisa de esta ofensa. Salvo que el objetivo de Moncloa sea quitarse el «muerto» Puigdemont de encima, dejándolo indefinidamente en Alemania, Bélgica o donde sea, con tal de que no aparezca por aquí. En cuyo caso (en absoluto descartable) solo nos quedaría Llarena.