ISABEL SAN SEBASTIÁN-ABC

Rajoy nada tiene que dialogar con un autoproclamado golpista, ni esperar a que cumpla sus amenazas para actuar contra él

PRONTO se cumplirá el octogésimo aniversario de ese canto a la claudicación que fue la Conferencia de Múnich. En Alemania gobernaba Adolf Hitler, elegido por mayoría en unas elecciones democráticas de las que se sirvieron él y sus camisas pardas para alcanzar el poder. Una vez ocupado éste, se pusieron a la tarea de dinamitar desde las instituciones los mecanismos que garantizaban las libertades políticas. Y lo que no consiguieron mediante leyes contrarias al espíritu de cualquier parlamento, lo impusieron a golpe de intimidación y violencia en las calles.

La democracia murió en Alemania el mismo día en que los nacional-socialistas se hicieron con el gobierno. Mucho antes de que fueran prohibidos los partidos de la oposición y se empezara a encarcelar a los disidentes. También antes del programa de rearme contrario a la legalidad internacional o de la anexión de Austria. Antes de esa Noche de los Cristales Rotos reseñada en los anales de la humanidad como el arranque oficial de un genocidio abominable, que se podría haber evitado si quienes tenían la capacidad y la obligación de hacerlo no se hubiesen comportado como auténticos cobardes.

La Conferencia de Múnich se celebró en septiembre de 1938, cuando ya el monstruo de la cruz gamada había enseñado los dientes. En lugar de plantarle cara, los líderes del Reino Unido y Francia fueron a arrastrarse ante él, regalándole un pedazo de Checoslovaquia en un intento de apaciguamiento tan miserable como inútil. En noviembre de ese mismo año se desataron los pogromos que dieron comienzo al holocausto. Y en el verano del 39 sus tanques invadieron Polonia. Así empezó la Segunda Guerra Mundial. Por una combinación letal de nacionalismo exacerbado, racismo, intentos de apaciguamiento y vergonzosa falta de coraje.

Salvando todas las distancias históricas y geopolíticas, que son muchas, lo que está pasando en Cataluña debería llevarnos a recordar esos hechos a fin de no cometer los mismos errores de entonces. Porque las similitudes existentes entre la Alemania nazi y la Cataluña nazionalista no son en absoluto desdeñables. Eichmann, Rosemberg o el propio Hitler suscribirían sin vacilar los discursos que Quim Torra ha dedicado a los españoles, cambiando ese gentilicio por «judíos»: «Bestias, víboras, carroñeros, repulsivos, seres defectuosos con un bache en la cadena de ADN…». Casi un siglo después de la catástrofe causada por esos supremacistas totalitarios, otro supremacista similar, igualmente imbuido de odio, se aupa hasta la presidencia de la Generalitat catalana y desde allí nos anuncia, con inusitada chulería, que se cisca en nuestra democracia.

¿Acaso no hemos aprendido nada o es que se nos ha olvidado? Esta vez el contexto no es Europa, sino España, lo cual no resta un ápice de gravedad al asunto. No es la paz de un continente lo que está en juego, al menos por el momento, pero sí la integridad territorial de un país de la Unión. Y junto a la definición de sus fronteras, todos los principios políticos sobre los que se asienta el club de los 28, empezando por el más básico; el que define un Estado de Derecho.

El Gobierno no debió haber consentido nunca la elección por voto delegado de Quim Torra ni debe tolerar ahora sus afrentas a los españoles. Rajoy nada tiene que dialogar con un autoproclamado golpista, ni mucho menos esperar a que cumpla sus amenazas para actuar contra él. Eso es lo que hicieron Chamberlain y Daladier frente a Hitler, y su cobardía desencadenó la tragedia. España merece un presidente que la defienda. Alguien con arrestos para decir ¡basta ya!