Nacionalismo, economía y progreso

EL ECONOMISTA  01/10/14
FERNANDO MÉNDEZ IBISATE

· Las barreras comerciales y las trabas son un obstáculo para el desarrollo
· «Quien piense que los nacionalismos han pasado, que mire a los Balcanes»

Ninguna de las tres acepciones del actual diccionario de la RAE me resulta útil para lo que, creo, entendemos ahora por nacionalismo, más como un movimiento exacerbado de impulsos primitivos respecto a la identidad o la pertenencia de las personas en grupo o sociedad.

Considero sus acepciones más relacionadas con cierto sentimiento, creo que natural, de patriotismo civilizado, respeto, hermanamiento o fraternidad que profesamos los seres humanos hacia el resto de nuestra especie (no excluyo que los sentimientos antagónicos sean igualmente naturales), aunque normalmente los limitamos a los próximos por mera cuestión de minimización de costes de transacción. Y, dado que ignoro cuán lejos alcanza eso, tampoco excluye que haya personas que sientan como próximos un amplio espectro de personas o lugares, como fue el caso de la Madre Teresa de Calcuta.

Incluyo también ahí la tercera acepción de «aspiración o tendencia de un pueblo o raza a tener una cierta independencia en sus órganos rectores». Después de todo, ¿qué individuo o pequeño grupo de personas (familia, «la república independiente de mi casa», como dice el anuncio, o cualquier organización) no aspira a poder regirse a sí mismo, su vida, hacienda o ganancias, mediante sus propias reglas y por sus propios medios? Sin que, desde luego, sea preciso erigirse en nación ni Estado.

Visceralidad y fanatismo
Revisa y altera el DRAE, según anuncia en su web, su definición de nacionalismo en la próxima vigesimotercera edición, donde incorpora, en su primera acepción, la palabra «fervoroso» que denota algo de devoción, impetuosidad y, si se me permite, hasta de visceralidad o fanatismo, aunque en medio de la corrección política que nos invade no sea esa la intención de la RAE, con seguridad. Pero algo de eso hay en la noción de nacionalismo extendida por Europa, desde hace tiempo y no por casualidad, incluso entre sus adeptos o allegados. Pues así es como se convierten las señas de identidad en reglas, normas, costumbres, grilletes y amenazas que atenazan, incomodan y hasta atemorizan a quienes no piensen, sientan, expresen y vivan como quienes sí lo son.

Viene ello a cuento porque, con independencia del resultado en el referéndum escocés, el propio fragor, el ánimo expresado y usado en la contienda por las posiciones enfrentadas, fracturan de hecho, y posiblemente por más tiempo del imaginado y, desde luego, del deseado, a las sociedades. Y no sólo a la escocesa, la inglesa y a una respecto de la otra.

En muchas partes de Europa también se da pábulo a tales fracturas allí donde menos se valora el papel del Estado o donde los gobernantes no paran de considerar que el pueblo está a su servicio e, incluso, que el pueblo son ellos, y donde las instituciones muestran ciertas debilidades o donde, como ha ocurrido con la forma de construcción de la UE, los gobernantes han debilitado las instituciones y los Estados en aras de los intereses del conglomerado de Bruselas (políticos, partidos, grupos de presión e interés, sectores económicos…).

Factor de retroceso
Sin excepción alguna respecto a su versión, tosquedad o astucia de sus valedores, niveles de intransigencia o fanatismo o extensión geográfica o demográfica (vale para Estados o para épocas y territorios en que las ideas mercantilistas imperaban casi en exclusividad, como ahora), el nacionalismo, entendido como la tribu cerrada, barreras comerciales, trabas económicas, impedimentos políticos o de derechos, miedos o búsqueda de seguridades… y la apelación a «objetivos» comunes en lugar de basarse en normas o reglas comunes, propias de sociedades abiertas, avanzadas y civilizadas, el nacionalismo, digo, siempre ha sido un factor de retroceso, freno, un obstáculo para el desarrollo, el crecimiento, el progreso o la civilización de las sociedades.

Quien discrepe apelará a los imperios, la colonización, las invasiones, guerras, etc. como elementos de poder y, también, de mayor crecimiento y desarrollo de naciones. Sin embargo, ello se debe no fundamentalmente a esos factores, sino a lo que quedó o se permitió tras la violencia. La guerra es un juego de suma cero e incluso a veces negativo. El comercio, el mercado, los intercambios, por el contrario y como intuyera Platón, son un juego de suma positiva, donde todos los participantes ganan, siempre que exista voluntariedad («no coacción») y «no engaño». Esta podría haber sido otra forma de construir la UE, menos jerarquizada o piramidal desde un poder central en Bruselas y más confederal, desde los Estados previamente existentes.

No soy un iluso. Ni los nacionalismos han acabado ni se diluyen a medida que evolucionamos hacia un mayor progreso y desarrollo. Al contrario, «quien piense que el tiempo de los nacionalismos ha pasado, que mire a los Balcanes», dijo Margaret Thatcher. Y es que el anhelo de desarrollo, apertura o libertad está en los seres humanos, como también lo están el de refugio o protección, lo grupal, la identidad, el terruño, el miedo…

 

Fernando Méndez Ibisate, Universidad Complutense de Madrid