Francesc de Carreras-El País

Quizás el problema de Cataluña no esté en la esfera política sino en la esfera de la sociedad

Cada vez que se repasan los resultados de las elecciones catalanas del día 21 el desconcierto es mayor y la conclusión la misma: un país partido por la mitad. No es una división entre dos partidos, eso sería normal, un sistema bipartidista. Tampoco el bloques ideológicos derechas/izquierdas, más normal todavía. Lo específico y grave es que se trata de una división existencial: seguir formando parte de un Estado como es España o separarse y constituir un Estado distinto.

No es, por tanto, como tantas veces se dice, que Cataluña quiera separarse de España, lo cual sería más solucionable mediante acuerdos bilaterales, sino que, a grosso modo, una mitad de Cataluña quiere separarse de España y la otra mitad quiere seguir perteneciendo a ella. Si el Brexit es grave, y muchos británicos ahora ya se arrepienten, el Catalexit, desde todos los puntos de vista, infinitamente peor.

La gravedad se acentúa si vemos con un cierto detalle las fronteras divisivas. La costa es unionista, el interior secesionista; las grandes ciudades son unionistas, las más pequeñas y los pueblos rurales, son secesionistas; todo ello a grandes rasgos y con las excepciones que se quieran, pero es así.

 De las cuatro capitales de provincia, en tres la mayoría es unionista, y el partido triunfador nada menos que Ciudadanos. De la conurbación de Barcelona, todas los municipios han votado mayoritariamente unionista (el primer partido ha sido también Ciudadanos), a excepción de tres (Sant Cugat, San Just Desvern y Molins de Rei), no precisamente la más pobladas. De los diez barrios de Barcelona, en siete han ganado los unionistas (con Ciudadanos como primer partido). A primera vista, pues, dos Cataluñas: la industrial unionista y la rural separatista. Pero tampoco sería exacto porque ahí se cruza también el factor del origen: los de ocho apellidos catalanes y los que no. Aunque tampoco es exactamente así porque en ambos bandos hay de todo. En definitiva, una situación endiablada.

Además, en estas elecciones nadie podía llevarse a engaños: los secesionistas sabían que sus dirigentes les habían mentido. No era verdad que una Cataluña como Estado separado seguiría en la Unión Europea, que su economía iría mejor, que muchos estados del mundo la admitirían en la sociedad internacional. Ya con pruebas, no con opiniones, aunque fueran fundadas, dos millones de catalanes votaron a partidos que les habían engañado y lo sabían: a Puigdemont no lo recibe nadie en Bruselas, 3000 empresas han cambiado de sede. A pesar de todo les votaron.

Por tanto, quizás el problema de Cataluña no está en la esfera de la política sino en la esfera de la sociedad. Es posible que por ahí, por el debate social, quepa buscar una salida. Aunque de momento nadie sabe cuál es.