Manuel Cruz-El País

Puigdemont parece pertenecer al grupo de políticos que va estrictamente por sus intereses

Cuando se hizo pública la noticia de que Carles Puigdemont había decidido alquilar una vivienda precisamente en la localidad belga de Waterloo resultó poco menos que inevitable que en numerosos artículos se asociara este hecho con la derrota de Napoleón en la batalla que tuvo lugar en ese mismo lugar. Pero como cada cual tiene sus rarezas y es hijo de su biografía, en mi caso la asociación de ideas no se produjo entre el lugar en el que se encontraba ubicada la futura vivienda y lo que en él le ocurrió al emperador francés, asunto que me queda un poco lejos, sino entre este último y un personaje de ficción de idéntico nombre, pero de un apellido que me remitió de nuevo al fugado expresident de la Generalitat.

El personaje de ficción al que me estoy refiriendo era uno de los protagonistas de una serie de gran éxito en televisión, allá por los lejanísimos años sesenta, titulada El agente de C.I.P.O.L., y se llamaba, lo que son las cosas, Napoleón Solo. No fue únicamente el apellido lo que me hizo asociarlo al político catalán. También la propia peripecia de Puigdemont, el hecho de que hubiera pasado de cargo institucional presuntamente severo y solemne (aunque a menudo no estuviera a la altura) a volatinero audaz y astuto (de casta le viene al galgo) que no deja de asombrar y sorprender al público con sus constantes piruetas e increíbles saltos, me hacía recordar las peripecias semanales del personaje interpretado por el actor Robert Vaughn.

Aunque tampoco hay que desdeñar el hecho de que el apellido del agente de C.I.P.O.L dé un cierto juego a la hora de trazar paralelismos. En efecto, uno podría sentir la tentación de pensar que la soledad es también una condición compartida por Napoleón Solo y Carles Puigdemont. Y en cierto modo es así. Aunque tal vez convendría, respecto a esto, introducir algún matiz. Porque la soledad del político en la cúspide del poder tiene que ver fundamentalmente con su insoslayable responsabilidad a la hora de tomar decisiones de particular trascendencia y de las que finalmente no tendrá más remedio que hacerse cargo, no con el hecho de que no pueda contar con nadie que venga en su ayuda en caso de apuro, como sí le sucede al agente secreto.

De ahí que se imponga distinguir entre la soledad del político responsable que viene obligado a decidir el último qué conviene más a la sociedad que gobierna, de la del político que está solo porque va estrictamente a la suya y no comparte con nadie el cálculo de lo que más le interesa (no vaya a ser que, por compartirlo, se le arruine el plan). Mal asunto cuando un político duda mucho para los primeros asuntos y no incurre en la menor vacilación para los segundos. Por la parte que me toca como catalán preferiría equivocarme y no tener que decir esto de un expresident de la Generalitat, pero lo cierto es que Carles Puigdemont parece pertenecer a este tipo de políticos. Baste con recordar sus titubeos para convocar elecciones autonómicas o sus confesadas debilidades en sus comunicaciones vía WhatsApp con su exconseller de Sanidad, Toni Comín, y la firmeza recalcitrante con la que está defendiendo unas posiciones que la mayor parte de observadores coinciden en afirmar que lo único que persiguen es proporcionar una salida a su complicada situación personal.

El pueblo tiene derecho a equivocarse, pero los políticos deben intentar evitar cualquier equivocación

Pero, al margen de muchas otras diferencias que se puedan establecer en general entre los políticos y los agentes secretos, hay una en particular que debe ser destacada para terminar, y se refiere a la relación que cada una de esas figuras mantiene con la verdad y con la mentira. Parafraseando al politólogo italiano Giovanni Sartori, bien podríamos afirmar que, en efecto, el pueblo tiene derecho a equivocarse, pero que a ese derecho le corresponde la obligación, por parte de los responsables políticos, de intentar evitar por todos los medios a su alcance dicha equivocación. Pero si estos carecen de la capacidad política para hacerlo o del arrojo personal para atreverse a contrariar a los suyos cuando estos se encaminan decididamente hacia el error (y no miro a nadie), se desprende de la misma afirmación que lo que los responsables políticos deberían tener rigurosamente prohibido es potenciar el error a sabiendas de que lo es. Porque inducir a error es, a fin de cuentas, otro de los nombres del engaño. Y tal vez la capacidad para engañar con habilidad sea una cualidad exigible al agente secreto, pero constituye el rasgo más funesto para los ciudadanos que puede adornar a un político. A los hechos me remito.

Manuel Cruz es catedrático de Filosofía Contemporánea en la Universidad de Barcelona y portavoz del PSOE en la Comisión de Educación del Congreso de los Diputados.