PEDRO JOSÉ CHACÓN-EL CORREO

La comunidad foral atesora una singularidad histórica y, sobre todo, una dimensión territorial que la convierten en pieza imprescindible para el nacionalismo

La elección del nuevo Gobierno en Navarra salido de las elecciones autonómicas del 26 de mayo ha certificado una alianza que parece querer animar, a pesar de todas las dificultades de Madrid, hacia un Ejecutivo nacional de Pedro Sánchez apoyado en Podemos y los nacionalismos y separatismos. Sería algo así como el modelo a seguir a la vuelta del verano. Se le califica incluso como Gobierno progresista y eso que dentro del mismo está Geroa Bai, trasunto navarro del PNV. Pero la realidad es que los once diputados del PSN van a ver diluida su presencia en un magma de partidos cuya identidad nacionalista se va a imponer sobre cualquier otra consideración. Y en ese sentido cabe decir que la contraposición de todo el Parlamento a la coalición que ganó las elecciones -Navarra Suma-, sin dejar margen para terceros partidos, convierte la entente que apoya al Gabinete de María Chivite en una suerte de Navarra Resta.

Sin duda, el resultado del PSN, al subir de sus anteriores siete diputados a los once actuales, se ha visto influenciado por la ola de Pedro Sánchez y su victoria en las generales del 28 de abril. Pero, al mismo tiempo, los partidos que apoyan a María Chivite, bien directamente o bien, como EH Bildu, permitiendo con una abstención calculada la mayoría simple raspada en segunda votación, han perdido todos escaños: Podemos ha bajado de siete a dos, EH Bildu de ocho a siete e Izquierda-Ezkerra de dos a uno. Geroa Bai se ha mantenido con sus nueve diputados, los mismos que en la legislatura anterior le permitieron a Uxue Barkos ser presidenta de Navarra con el apoyo de todas esas formaciones ahora menguantes. Chivite, por tanto, se apoya en unos partidos a la baja que, por eso mismo, han celebrado por todo lo alto lo que para ellos supone continuar con lo que denominaron, ya desde la anterior legislatura, el «cambio de régimen».

La tendencia filonacionalista irreprimible de la izquierda actual en España no es ninguna novedad: es algo que ya vimos en la Segunda República. En el caso vasco eso se materializó empezada la Guerra Civil cuando Indalecio Prieto, líder del PSOE tanto en Euskadi como en Madrid, decidió que para tener al nacionalismo de parte de la República había que darle el Estatuto, sintonizando así con el PNV de Aguirre e Irujo, porque el PNV navarro de Aranzadi se había ido con Franco.

Aquel fue un gesto de política-ocasión que enganchaba dos culturas hasta entonces contrapuestas: la socialista federal, por un lado, y la nacionalista soberanista por otro. De estos dos aliados, entonces forzados pero hoy ya estructurales, el que salió ganando fue el nacionalista. Primero, porque el socialismo vasco le hizo el inmenso favor, con el Estatuto, de agrupar por primera vez en la historia los tres territorios vascos en una sola institución como primer paso hacia la gran Euskadi. Y, segundo, porque el propio nacionalismo construyó, a lo largo de la dictadura franquista, el relato de represión del pueblo vasco más eficaz, que no se correspondía en absoluto con la situación política anterior a la Guerra Civil.

Y es que, en efecto, antes de esa profunda quiebra de la convivencia en España, la derecha liberal había sido la principal, si no la única, constructora de todo el régimen político tanto vasco como navarro. O, dicho de otro modo, la que había renovado y rediseñado unas instituciones -las Juntas Generales y diputaciones, en el caso vasco, y el Parlamento o Cortes y Gobierno en Navarra, sin olvidar los Conciertos y el Convenio Económico- sobre la base de las antiguas y elaborado el relato ideológico-político-cultural (el fuerismo) que las sostenía. Con la Ley Foral de 25 de octubre de 1839 se inició la reinstitucionalización foral de las cuatro provincias, de modo que el moderantismo dominó las llamadas Vascongadas y el progresismo Navarra. Su Ley Paccionada de 1841, base de la Ley de Amejoramiento actual, la firmó Espartero, espadón progresista por antonomasia.

Navarra, además, ha constituido el modelo perfecto de lo que significa la foralidad histórica: un solo territorio gestionándose a sí mismo, unido indisolublemente a España por un pacto originario de mutuo respeto. Como podrían haberlo hecho Bizkaia, Gipuzkoa y Álava cada una de por sí si hubieran seguido su trayectoria histórica de siempre. Es por eso que la comunidad foral de Navarra atesora una singularidad histórica y, sobre todo, una dimensión territorial (es mayor que las tres provincias vascas juntas) que la convierten en pieza imprescindible para el nacionalismo. Y para justificar esa ambición que salta por encima de la foralidad, queriendo construir un pueblo vasco uniforme y antiespañol, están escribiendo una historia delirante, plagada de patrañas y que ignora con una audacia pertinaz las obras capitales de sus mejores historiadores.

El PSN de María Chivite, apoyándose para su investidura en la cultura política nacionalista de Navarra, está dándole objetivamente aire a toda esa aspiración por convertir al ‘Viejo Reyno’ en el elemento decisivo de la gran Euskadi.

Pero contra la verdad, a la larga, como sabemos desde Sócrates, no hay interés político que se resista. Y es por eso que este artículo se lo dedico a uno de los grandes historiadores de Navarra, que acaba de fallecer mientras escribo estas líneas: don Ángel Martín Duque.