ARCADI ESPADA-EL MUNDO

FUE emocionante observar ayer el rito de floración del régimen del 78. Del régimen del 2078, quiero decir. La niña Leonor lucía ayer unas profundas ojeras que tal vez fueran huellas de una intensa dedicación, anoche y este amanecer, a la lectura repetida y repetida y repetida del artículo 1 de la Constitución, para poder decirlo hoy sin trabas ante el chasquido de la primera luz pública. Veía a la madre seguirla con ansiedad en la mirada y un susurro en los labios, como si ella misma se estuviera diciendo el artículo, memorizado al fin después de tantos ensayos mano a mano con la hija. Ojalá las ojeras tuvieran solo esa razón, porque significaría que la princesa ya conoce algún envés de la vida muelle. Y porque supondría también que su madre le toma la lección con rigor, que es su primera obligación en estos días.

En la España de El Valido, la Podemia y Carmen Calvo, claro, el acto de ayer en el Cervantes tuvo una limpieza insólita. Y el que la niña Leonor haya abierto por primera vez la boca en público para decir la Constitución es un rasgo de tal finura simbólica que parece extranjero. A diferencia de lo que pasó con su abuelo, es la Constitución lo que la hará reina. Hija de su padre y de su madre la hizo la biología; pero reina, solo la Constitución. En 1978 algunos españoles –tampoco muchos: la inmensa mayoría eran fervientes partidarios– transigieron con la Monarquía. Transigir fue el verbo de la transición. No fue lo único el Rey. Hubo que transigir también con que la Constitución estableciera otro derecho histórico igualmente premoderno, pero mucho más letal, que es el de los territorios. Durante estos cuarenta años la ejecución de uno y otro derecho histórico presenta notables diferencias: mientras los reyes han defendido la democracia, los nacionalistas han tratado de destruirla. Es una vergüenza derivada del signo de los tiempos que ningún miembro de la así llamada izquierda española haya reclamado el fin de la inmunidad nacionalista con la misma potencia y énfasis con que reclama el fin de la inmunidad real. En especial cuando, como digo, la inmunidad se ha aplicado a la destrucción de la democracia y no a su salvaguarda.

La Monarquía no es una institución democrática. Pero respecto a ella estoy a un tris de algo más que transigir. Dado el cariz trumpiano y atorrante que la democracia empieza a tomar, parece una necesidad evolutiva que haya algo que se mantenga al margen de su drástica equidad. Todos los socialdemócratas de bien sabemos que, al igual que el mercado, la democracia debe ser regulada.