Ignacio Varela-El Confidencial

Gorronear: consumir o utilizar una cosa de otra persona de forma aprovechada y sin ofrecer compensación o devolver el favor.

Abascal e Iglesias se niegan a ejercer de palafreneros o mozos de espadas de dos señoritos de la política que se creen con derecho a obtener todo a cambio de nada

Zarzalejos usó en su columna de ayer una expresión coloquial iluminadora y castiza. En su análisis, Ciudadanos pretende gorronear los escaños de Vox para disfrutar del poder que le proporcionan, pero sin asumir los costes y consecuencias de cohabitar con la extrema derecha.

‘Mutatis mutandis’, eso mismo trata de hacer el PSOE con Podemos: gorronearle sus 42 escaños para monopolizar el Gobierno sin contrapartida. La reacción de Abascal es tan comprensible como la de Iglesias: se niegan a ejercer de palafreneros o mozos de espadas de dos señoritos de la política que se creen con derecho a obtener todo a cambio de nada.

Optar por la estrategia de la plaza de Colón fue una decisión libre de Albert Rivera. Una vez tomada, lo lógico es apechugar con lo que comporta. De igual modo, nadie obligó a Sánchez a elegir el modelo Frankenstein para conquistar el poder y mantenerse en él, pero esa ruta lleva adjunta una factura que se hace pagadera precisamente ahora.

Es equívoco y tramposo equiparar la situación presente con la de 2016. En aquellas elecciones, se consagró la fragmentación política. En estas, ha regresado la dicotomía —no ya entre partidos sino entre bloques—. Aquel fue un Parlamento colgado del que no podía salir un Gobierno viable. En este sí existe una mayoría perfectamente homologable en Europa, una concertación de socialdemócratas y liberales con 180 diputados detrás. Pero ese camino lo han hecho intransitable, y todos los demás conducen al esperpento.

El bloqueo actual no lo han provocado los votantes sino los dirigentes (mayormente, Sánchez y Rivera) que, con sus estrategias previas a las elecciones, incineraron de antemano la solución natural. El cerrojazo recíproco se gestó en la moción de censura y en los 10 meses de la minilegislatura sanchista. Si, como sostiene Isidoro Tapia, Rivera decidió ser el Lerroux del siglo XXI, Sánchez se disfrazó de Largo Caballero. Cegados por la ambición, dinamitaron el espacio central y prefirieron medrar apoyándose en fuerzas limítrofes con el orden constitucional (Vox, Podemos) o abiertamente hostiles a él (el secesionismo insurreccional). Hoy comprueban que cabalgar el tigre no es tan sencillo como pensaron.

Si en su día hubiera triunfado aquella investidura de Sánchez pactada con Ciudadanos, no habría existido obstáculo para incorporar al Gobierno a Rivera. Tampoco existiría si hoy se planteara una hipotética coalición PSOE-Cs. Todo el mundo lo entendería como una derivación natural del pacto de gobierno.

Pedro Sánchez es consciente de que sentar al líder de Podemos en el Consejo de Ministros introduce en él una bomba de relojería

¿Por qué, entonces, la presencia de Iglesias en el Ejecutivo se convierte en un ‘casus belli’ infranqueable? Porque el Gobierno PSOE-UP con connivencia nacionalista es un engendro en el que todas las partes tienen motivos para no fiarse de las otras.

Sánchez es consciente de que sentar al líder de Podemos en el Consejo de Ministros introduce en él una bomba de relojería. No solo por la esperable deslealtad institucional de un partido con ese código genético y por las discrepancias en cuestiones esenciales (la unidad de España, la monarquía, el compromiso europeísta, la política económica y la exterior). También porque hay pocas dudas de que el ministro Iglesias y sus acompañantes se alzarían desde el primer día como un contrapoder visible dentro del Gobierno, hasta que consideren llegado el momento de hacerlo reventar. Además, Sánchez sabe —como lo sabe Iglesias— que su hegemonía electoral en la izquierda pasa por mantener a Podemos sometido como fuerza subalterna del PSOE y alejado de los resortes del poder central.

Ahora bien, todos esos motivos que hoy le hacen rechazar el cogobierno ya existían cuando urdió con Iglesias la moción de censura y permitió que este le facilitara los votos nacionalistas; cuando, violando su compromiso de convocar elecciones, se apoyó en Podemos para gobernar durante 10 meses; cuando lo ungió públicamente como socio preferente, y cuando, para atraer a los votantes fronterizos, declaró antes de las elecciones que no habría por su parte inconveniente alguno en compartir el Gobierno.

Sánchez engañó a los votantes de la izquierda respecto a sus verdaderas intenciones hacia Podemos. También jugó con el propio Iglesias. Congeló la negociación sobre la investidura hasta asegurarse el respaldo de Podemos en los gobiernos municipales y autonómicos. Es más, le hizo creer que el hecho de asociarse en los gobiernos territoriales reforzaría su candidatura a entrar también en el central. Solo tras asegurase el botín del 26 de mayo aparecieron los escrúpulos, el veto tomó cuerpo y se formuló el chantaje explícito: o te rindes ahora, o te llevo a unas elecciones en las que te machacaré, con la ayuda de Errejón.

Hoy, Iglesias ya sabe con quién se juega los cuartos. Sostuvo a Sánchez en el trono durante 10 meses para que este se llevara toda la gloria del ‘Gobierno bonito’ y le levantara casi dos millones de votantes. Le firmó unos Presupuestos que el propio Sánchez hizo derrotar cuando necesitó una excusa para convocar elecciones. Le ha regalado incautamente varios gobiernos autonómicos y centenares de alcaldías sin cerrar antes un acuerdo global. Se dejó vampirizar para recibir un portazo a la hora del premio mayor.

Por el camino le estallaron las confluencias, Errejón le montó una escisión y Podemos como organización se quedó en los huesos (aunque toda esta parte es íntegramente culpa suya). Ahora es agudamente consciente de que cuatro años más trabajando como gregario del PSOE sin precio ni recompensa lo llevarán a la extinción.

Sabe también que la única oportunidad que le queda de mantener su chiringuito en pie es participar en el Gobierno y rentabilizar al máximo esa presencia. Se equivocan quienes creen que otro bajón electoral le haría capitular. Mientras sus escaños sean necesarios (y no se vislumbra un escenario verosímil en el que no lo sean), cuanto más débil esté más desesperadamente necesitará gobernar. Para Sánchez, esta es una cuestión de poder hegemónico. Para Iglesias, de supervivencia.

Para Sánchez, esta es una cuestión de poder hegemónico. Para Iglesias, de supervivencia

Lo lógico es que finalmente se abra paso una fórmula que permita a Podemos proclamar que tiene ministros y al PSOE sostener que no es un Gobierno de coalición. Así quizá salven el problema de la investidura, pero no el de una gobernación estable y confiable del país, ni el de una legislatura productiva, ni el drama de una derecha y una izquierda incomunicadas entre sí e hipotecadas por sus extremos.

Coincido con Marta García Aller: si se repiten las elecciones, lo peor no será volver a votar, sino tener que elegir entre los mismos incompetentes y gorrones de la política.