Félix Ovejero-El País

El 155 cambió el guion nacionalista. Ganar no era la única opción

Los humanos, como los fluidos, avanzamos —es un decir— por la línea de menor resistencia. Para evitar tensiones escamoteamos los problemas. O nos mentimos. Esa disposición, generalizada, a la miopía de los votantes explica muchos problemas de la democracia. Ante el cambio climático, la deuda, las pensiones, optamos por el pan para hoy. Preferimos ir tirando, evitar las decisiones difíciles. O aplazarlas, hasta que ya es tarde y nadie nos espera.

La racionalidad es otra cosa. Busca el mejor resultado aunque, a corto plazo, ello imponga malos tragos o decisiones ingratas. Los estudiantes emplean años y afanes en su formación, los deportistas en sus entrenos y las parejas agotadas asumen dolorosas separaciones. Todos ellos transitan por sus particulares desiertos en nombre de sus intereses o sus querencias, de la felicidad o del simple respeto a sí mismos.

La tercera vía ha sido siempre un ejemplo de irracionalidad. Ante los chantajes, el pan para hoy. Con la amenaza de la independencia el nacionalismo avanzaba paso a paso. Siempre ganaba. Montaba el lío y pasaba el cepillo. El problema catalán nunca podía encontrar “solución”. La “solución” nacionalista consistía en cebar el problema: la independencia o algo a cambio, que era un paso hacia la independencia.

El 155 cambió el guion nacionalista. Ganar no era la única opción. Se desandaba camino y, si acaso, el objetivo sería recuperar lo perdido. Pero se aplicó mal, con plazo y sin criterio, sin condicionarlo al cumplimiento de requisitos de calidad democrática. El mecanismo, para ser eficaz, debía automatizarse: el 155 se mantendría mientras no se cumplieran los requisitos o se aplicaría en el momento en que se incumplieran. A las pocas semanas estaban en lo mismo, crecidos, y, además, a la espera de volver. Podían seguir saltándose la ley impunemente. Y se lanzaron a fondo, con una impudicia que ni siquiera mostró Puigdemont: los huidos de la justicia en TV3; la simbología del delito en las instituciones; los espacios públicos vetados al constitucionalismo; los CDR en actos institucionales.

El resultado no puede ser peor. Parece asumirse que, mientras no se vuelva al referéndum o se proclame la independencia, todo está permitido. Se normaliza la violación cotidiana de derechos y libertades: la degradación democrática como nueva tercera vía. Para “no provocar” se acepta que el color del delito ocupe el espacio de todos. O peor: vamos a retribuir a quienes nos condujeron al drama con el Estatuto inconstitucional.

El trasfondo mental es sencillo: la independencia se entiende (erradamente) como un salto cuántico, no como un proceso continuo. Nada nuevo. Se acuerdan del “España se rompe”. “Tenemos un nuevo Estatuto y no se ha roto España”, nos decían aquellos que tenían en su programa quebrar nuestra comunidad. Y los tontos reían la gracia. La trampa mental consistía en pensar en la ruptura de un vaso, en un instante. Pero también se rompen las cuerdas, por desgaste. Y en esa estamos: deshilachando la convivencia. Ya ni pan para hoy.