FRANCISCO PASCUAL-EL MUNDO

La cronificación de la campaña electoral no permite un instante de asueto. No salimos de un ciclo de tres comicios generales desde 2015 y ya nos asomamos al cuarto. Las filas de los partidos siguen prietas y no encuentran mejor herramienta que la polarización social para evitar cualquier escape de votos. El vocablo diálogo se ha vaciado de significado. Si alguna vez fue sinónimo de búsqueda de entendimiento, ahora lo es de venganza. Las instituciones están clausuradas. No cumplen su función de ágora para dirimir diferencias. La digestión de la estrategia del no es no está siendo pesada.

El resultado en la sociedad es palpable. La política –la mala política– lo invade todo. Los ciudadanos han dejado de ser personas. Sólo son votantes. Sin Parlamento, sin Senado, sin relación entre las administraciones se pelea palmo a palmo en radios, en platós de televisión y, últimamente, en la calle. No parece que esta contienda política perpetua sea el reflejo de una sociedad bronca, atomizada, sorda y cainita. Ningún indicador arroja que España se haya vuelto intransigente. Son los partidos quienes están imponiendo sus dinámicas de competencia, agresividad y bloqueo en todos los escenarios posibles.

El boicot que sufrió Ciudadanos en la marcha del Orgullo Gay es otro ejemplo más. El partido que lidera Albert Rivera lleva un único punto en su programa electoral de 2019 sobre el asunto, en el que plantea actualizar la Constitución para «blindar el matrimonio entre personas LGTBI e incluir el derecho a la no discriminación por razón de orientación o condición sexual».

La propuesta es homologable a la de cualquier formación que defiende de forma activa e indubitada los derechos de los homosexuales. Eso no convierte a Ciudadanos en inmune a la crítica. Sus pactos indirectos con Vox, una formación que entiende las relaciones de personas del mismo sexo como una enfermedad de la que proteger a los niños, justifican la irritación por parte de algunos de los aludidos. Pero la reprobación se puede evidenciar de múltiples y muy vehementes maneras, salvo una: la exclusión. Es ahí donde los supuestos oprimidos se convierten en verdaderos opresores.

La organización de la izquierda para expulsar a Ciudadanos del movimiento no es nueva, pero está exacerbada por el momento político. Ante el mínimo atisbo de competencia en un caladero de votos que considera propio, el partido del Gobierno ha levantado las barreras de entrada con toda la contundencia posible. Tanto que fue el jefe de la Policía y la Guardia Civil, Fernando Grande–Marlaska, el encargado de repartir los carnés de pureza de raza del manifestante.

Ciudadanos es mucho más peligroso para el PSOE que el PP y Vox, porque no renuncia a participar en los movimientos sociales desde una posición propia, trasversal. Y lo hace con fiereza. De ahí la radicalidad en la respuesta. La fiesta de la diversidad nunca lo fue. Ocurrió algo similar el 8–M, con las ministras y la esposa de Pedro Sánchez a la cabeza.

Las escenas de improvisada grosería contra los representantes de un partido afectan a la imagen de todo el colectivo gay. Peor es que los organizadores hagan de comisarios para censurar la libertad de participación.

No habrá paz hasta que no se despeje el horizonte electoral. La política debe volver a las instituciones. Si se queda en la calle, pasará lo que en Cataluña. Triunfará la antipolítica.