IGNACIO CAMACHO-ABC

 

La elección de octubre para el desafío contra el Estado es una apelación a la memoria escondida en los pliegues del fracaso

SI Puigdemont se ha inspirado, como dice, en Lluis Companys para la respuesta que debe al requerimiento del Gobierno, España va a tener un serio problema, Cataluña otro y el propio president un tercero. Y éste será el menor, habida cuenta de que el líder de la Generalitat está dispuesto a inmolarse con tal de agrandar mediante el sacrificio penal su mediocre figura política. El verdadero conflicto será el irreversible choque institucional y social, de consecuencias imponderables, que puede liquidar la convivencia y colapsar la prosperidad catalana y española. Para acabar en cualquier caso mal como mal acabaron los precedentes similares de la Historia.

Es llamativa la fijación del nacionalismo con las derrotas. De la Diada a los hechos de octubre del 34, su esencial componente victimista se recrea en la conmemoración del fracaso. El de Companys y su fugaz Estat Català resultó clamoroso por más que la propaganda soberanista se empeñe en idealizarlo; diez horas duró su malograda intentona aunque al menos tuvo arrestos para no declararla en suspenso después del balconazo. Como político fue un un ejemplo de ofuscación y deslealtad con el régimen republicano, y así hubiese pasado a los anales de no acabar sus días –«un bel morir tutta una vita onora»– fusilado por la crueldad vindicativa de Franco. Pero cuando sólo se destaca su digno final, o se convierte en motivo de inspiración martirológica, se esconde un relevante dato: que durante su segunda presidencia, una vez indultado por el Frente Popular, se registró en Cataluña una guerra civil dentro de otra, con descontrolada violencia en forma de ejecuciones y asesinatos.

Con todo, eso es lo de menos para el caso; es mucho más relevante el empeño de los secesionistas por espejarse en un fiasco. Hay mucho de simbólico en la elección de octubre para el desafío terminal contra el Estado; se trata de una apelación a la memoria colectiva escondida en los pliegues del pretérito lejano. Una especie de revancha histórica, de segunda vuelta contra el pasado; una reclamación de legitimidad remota que sugiere el entronque de la causa independentista con una dolorida teología de la frustración o del desengaño; un juego suicida en el que la mitología del destino manifiesto parece reencarnada en la recurrente actualización del descalabro.

Porque eso es lo que espera si se consuma la rebelión: un destrozo social, económico y político a ambos lados del Ebro. Un fenomenal estropicio ante el que no valdrá consolarse pensando quién va a perder menos. Tal vez Puigdemont y sus colegas de aventura pretendan sacrificarse como sansones posmodernos, derribando en su destructiva sacudida las columnas del templo. Pero si albergan, en su designio iluminado, alguna esperanza de construir algún futuro para el que llaman su pueblo, que también es el nuestro, más valdría que frenen mientras este disparate tenga freno.