Lorenzo Silva-El Correo

El adjetivo ‘constitucionalista’ representaba moderación y racionalidad. Ya no

Por si eran pocas, tenemos una nueva palabra vacía más. Una palabra que en su origen era digna y tenía algún sentido, pero que con el uso y, sobre todo, el abuso se ha ido despojando y desnaturalizando hasta convertirse en un vocablo inerte o, lo que es todavía peor, torticero y groseramente engañoso.

El adjetivo ‘constitucionalista’ surgió para designar a quien aceptaba intervenir en el juego político con arreglo a las reglas consensuadas en la Constitución, en lugar de tomar atajos de sesgo unilateral o incluso violentos. Era, por tanto, una etiqueta que representaba moderación, civilidad y racionalidad: lo que vienen a expresar unas normas que se derivan de la aceptación común, frente a las aventuras mesiánicas o fanáticas de quienes creen tener un proyecto mejor que el que sus conciudadanos, con no poco esfuerzo, han logrado conformar y convenir.

Por su propia naturaleza, el adjetivo era susceptible de ser aplicado a una amplia proporción de la población, nítidamente mayoritaria y confrontada a las minorías más o menos exaltadas que proponían echarse al monte y desbaratar lo acordado. Hete aquí, sin embargo, que en los últimos tiempos de la palabra de marras se ha apoderado una minoría, que lo es hoy por hoy en términos electorales y también parlamentarios, y que la esgrime una y otra vez no como sinónimo de un consenso de mínimos, sino como un maximalismo del que se excluye a la mayoría que, guste o no, está compuesta por sensibilidades diferentes.

Para quienes de un tiempo a esta parte se dicen una y otra vez constitucionalistas, y sólo admiten en el club a quienes se sacan fotos en Colón, los demás son poco menos que agentes de la anti-España, cuando la mayoría de ellos aceptan y acatan una Constitución que pueden querer reformar, pero jamás ignorando las provisiones que en su propio texto se contienen a tal fin. Lo que no es constitucional -ni constitucionalista, por más que se trate de patrimonializar la palabra- es empeñarse en imponerle, a quien manifiesta por cauces legales su legítima aspiración de actualizarla, una norma fundamental congelada e inamovible, amén de soslayar todas aquellas prescripciones constitucionales que no armonizan cómodamente con la propia ideología.

Permítasenos a quienes no comulgamos con sus objetivos, y menos aún con su división burda y estéril entre buenos y malos españoles, entender que cuando dicen ‘constitucionalistas’ ya no están diciendo nada, o nada más que una convencional alusión a los suyos. Una etiqueta que no da timbre alguno de razón u honra a los beneficiarios, del mismo modo que no puede sentirse como desdoro quedar fuera de dicha categoría, tal y como sus actuales administradores la estipulan y adjudican. Y, si lo tienen a bien, pasen a otra cosa e intenten de veras decir algo.