JAVIER ZARZALEJOS-El Correo

Si hay nuevas elecciones, la situación merecería que PP, PSOE y Ciudadanos avalasen una gestión activa de la intervención estatal y una estrategia adecuada para producir un cambio determinante en los instrumentos de gobierno

La investidura fallida de Turull y las últimas decisiones del magistrado Pablo Llarena no son simples episodios en la sucesión de acontecimientos que ofrece la política catalana como consecuencia del descabellado proceso independentista. Se trata de dos acontecimientos determinantes que marcan una diferencia cualitativa. La frustrada investidura de Turull porque abre el plazo de los dos meses que concluirá en nuevas elecciones al Parlamento catalán si ningún candidato consigue ser investido en este tiempo. La decisión del juez Llarena porque concluye la instrucción por los hechos atribuidos a los responsables del ‘procés’ con una consecuencia capital ya que el procesamiento unido a la medida de prisión (y orden de detención), cuando se trata del delito de rebelión, lleva aparejada la suspensión del mandato parlamentario de los procesados sin necesidad de esperar a una sentencia firme. Con ello, las decisiones de Llarena en relación a los huidos Carles Puigdemont y Toni Comín y tutti quanti tienen como efecto colateral el de «sanear» las filas independentistas y remover de sus escaños a esos dos fugados que han dejado a PdCat y ERC en minoría frente a la oposición, dada la abstención de la CUP. De este modo –y a reserva de posibles apelaciones– los cuatro escaños de la CUP ya no serían necesarios para investir un nuevo candidato (o candidata) independentista, al menos en segunda votación. Al fin y al cabo, si a Turull no le han salido las cuentas es porque Puigdemont y Comín, al no renunciar a sus escaños, han restado 2 a los 66 teóricos que suman ambas listas.

Si miramos las cosas con la perspectiva de estos meses, podemos reparar en que la acción judicial se ha visto obligada a revertir sobre un buen número de dirigentes independentistas los efectos de las elecciones convocadas al amparo del 155, cuando, por cierto, los procedimientos de cuya instrucción se ha ocupado Llarena estaban ya incoados. El Gobierno, el PP, PSOE y Ciudadanos, los tres partidos que acordaron la salida electoral para la crisis catalana, deberían considerar hasta qué punto esas elecciones han resultado como poco disfuncionales. Por un lado han permitido renovar mandato parlamentario a los que ya estaban señalados como responsables de la rebelión. Por otro, la convocatoria ‘en caliente’ no permitía prever un cambio sustancial en la relación de fuerzas. Por último, el hecho de que los procesados hoy por rebeldía hayan podido renovar su mandato ha interferido en la acción judicial contra ellos. En su momento, el Gobierno sugirió que la intervención de la administración catalana se extendería al menos por seis meses antes de que se contemplara la posibilidad de nuevas elecciones. Al parecer, ni Ciudadanos ni el PSOE apoyaron esta planteamiento. Creían que las elecciones darían una salida rápida y políticamente beneficiosa para ellos. En esto último Ciudadanos ha acertado pero ni este partido ni los socialistas, ni el PP pueden jactarse de que las elecciones hayan producido la vuelta a la normalidad en Cataluña. Si el artículo 155 de la Constitución se hubiera aplicado durante esos meses para garantizar la ley y la normalidad ciudadana que el independentismo había hecho estallar, los procesados habrían sido ciudadanos con todos sus derechos pero sin fuero especial ante los tribunales, y los procedimientos judiciales no tendrían que haberse desviado para tratar asuntos como la delegación del voto en el parlamento o su idoneidad para ser candidatos a la investidura. Se habría evitado así la singularidad de responder a una rebelión convocando unas elecciones a las que se pueden presentar los rebeldes. Al utilizar el 155 para convocar elecciones, se ha incurrido en una aparente contradicción ya que mientras se adoptaba la medida más intensa que se puede imaginar en la aplicación de este artículo, la intervención de la administración catalana ha resultado más bien superficial, y muy poco eficaz para corregir las múltiples anomalías institucionales del gobierno independentista sin las que no se explica que las cosas hayan llegado al punto al que lo han hecho.

Vistas las dificultades de conseguir el apoyo de la CUP, a los independentistas solo les puede salvar la recuperación íntegra de los 66 escaños que aseguran la mayoría de PdCat y ERC sobre la suma de Ciudadanos, socialistas, comunes y populares. Y eso pasa por la renuncia, o en este caso, la suspensión como parlamentarios de Puigdemont y Comín. Si así fuera después de los procesamientos acordados por Llarena, la puerta quedaría abierta para un candidatura como la de Elsa Artadi que por su estrecha conexión con Puigdemont participa de la ‘legitimidad’ de éste ante el mundo nacionalista pero se encuentra libre de responsabilidades penales.

No se puede ir mucho más allá en la anticipación del futuro político de esta Cataluña extravagante y convulsa. Sigue sin ser probable, pero es posible que al final tenga que haber nuevas elecciones. Y en ese caso, la situación merecería que el Partido Popular, el Partido Socialista y Ciudadanos que han impulsado la aplicación consensuada del artículo 155 consideren lo ocurrido estos meses y avalen una gestión activa de la intervención estatal y una estrategia adecuada para producir un cambio determinante en los instrumentos de gobierno que el independentismo ha puesto al servicio del proyecto excluyente y sectario del que Cataluña sigue sin recuperarse.