ABC-ISABEL SAN SEBASTIÁN

Torra no quiere un nuevo estatuto. Se ríe de Sánchez porque percibe la debilidad que esconde su propuesta

CADA vez que el gobierno de España responde a una agresión separatista ofreciendo la otra mejilla con un gesto apaciguador, recibe un puñetazo mayúsculo. ¿Cuántos más han de propinarnos esos indeseables para que aprendan la lección nuestros dirigentes? Su tolerancia a la humillación no parece tener límite.

El golpe (de momento presunto) perpetrado por Puigdemont y sus secuaces en octubre del 2017 obtuvo una respuesta política balbuceante y timorata de Mariano Rajoy, más preocupado por diluir su responsabilidad en un pacto fraguado con el PSOE y Ciudadanos a costa de importantes renuncias que por demostrar a los golpistas la fuerza de un Estado democrático. La inevitable aplicación del 155 se limitó a establecer cierto control sobre las finanzas de la Generalitat y convocar autonómicas a toda prisa, como si le avergonzara o le aterrorizara la activación de ese mecanismo perfectamente acorde con lo dispuesto en la Carta Magna. El Ejecutivo optó por quitarse de en medio y dejar en manos de la Justicia todo el peso de la reacción ante semejante desafío. Una decisión cobarde, que le costó cara al PP en las urnas catalanas y que también pagó la gestora oficial de esa crisis, Soraya Sáenz de Santamaría, con su inapelable derrota frente a Pablo Casado en las primarias. Pese a lo cual, quienes han venido detrás no aprenden.

La Justicia sí ha estado a la altura del reto. El juez Llarena en particular, sin demérito de otros togados, ha cumplido escrupulosamente con su deber, a costa de soportar presiones, zancadillas y amenazas que nunca habrían sido toleradas en un país que se respetase a sí mismo. Aquí han caído impunemente una tras otra sobre las espaldas del magistrado, abandonado a su suerte por el presidente Sánchez, cuya prioridad no es garantizar la independencia del Poder Judicial sino asegurarse la poltrona de La Moncloa, a donde llegó por la puerta trasera a lomos del tigre independentista. La Justicia tiene ahora la palabra y decidirá, conforme a Derecho, el destino de los imputados por rebelión, malversación y otros delitos. Decidirá ignorando la obscena coacción de los cabecillas sediciosos, quienes no vacilan en utilizar los altavoces que les brindan las instituciones para formalizar su chantaje y amagar con tomar las calles o abrir las cárceles. Decidirá con arreglo al Código Penal y no a la presunta voluntad de ese inexistente «pueblo» que enarbolan los voceros del golpe a guisa de argumento de fuerza, como otros antes que ellos enarbolaron pistolas. La Justicia hará su trabajo y frenará la embestida. ¡Esperemos! Mientras tanto, demasiados políticos padecen una ceguera desesperante.

No se quieren enterar. No asumen la realidad porque la realidad no les conviene. Sánchez «el conciliador», digno continuador de la obra de Zapatero, ofrece un nuevo tributo de sumisión al secesionismo, con la vana esperanza de contentarlo, sin otro resultado que un sonoro bofetón en plena cara. Torra no quiere un nuevo estatuto. Se ríe del ofertante tanto como de la oferta. Escupe en el plato que le tiende el impotente líder de la España a la que pretende arrodillar, porque percibe la debilidad que esconde semejante propuesta: regresar a la casilla de salida que invalidó hace años el Tribunal Constitucional por traspasar con creces los límites del marco legal. ¿En eso consiste su «solución al conflicto»?

El Gobierno socialista es rehén del independentismo y acabará plegándose a sus pretensiones. Si Sánchez tuviera conciencia, si conociera el honor, convocaría elecciones de inmediato y empezaría a trabajar en un gran acuerdo patriótico destinado a salvar a España poniendo coto político a los desmanes del separatismo.