Manuel Montero-El Correo

Más que calma es pachorra. La forma en que los políticos se han tomado lo de formar gobierno resulta desquiciante. Cabía suponer que tras las elecciones era la mayor urgencia y que se pondrían enseguida a la tarea, por sentido de la responsabilidad. ¿Escasea tal sentido? Desde las generales a la (primera) sesión de investidura pasarán casi tres meses, sin que a estas alturas se haya avanzado mucho en procurar acuerdos. Más bien se han buscado incompatibilidades que los dificulten. No estamos ahora más cerca de tener gobierno que al día siguiente de las elecciones.

La indolencia de nuestros políticos contrasta con su discurso habitual, según el cual vivimos al borde del colapso, siempre en un momento trascendental jugándonos el futuro, como si dijéramos en la víspera del final de los tiempos. Tan grave no será la enfermedad si los médicos son capaces de pasar diez semanas mano sobre mano.

Para hacerlo más surrealista: sin hacer su trabajo, amenazan con convocar elecciones. Como si tal eventualidad no fuese un fracaso colectivo, particularmente de quien tiene la principal responsabilidad, esto es, el Partido Socialista… que es quien amenaza. El mundo al revés.

Circunstancias como ésta muestran la naturaleza viscosa de la nueva política. El relato y la realidad siguen caminos yuxtapuestos. También evidencian la escasa preparación de nuestra clase política para el posbipartidismo. La actual situación exige alianzas, pactos, acuerdos… pero los discursos predominantes los anatematizan. ¿Cualquier alianza es antinatura, una traición a los votantes? Eso se colige del vocerío, pues todos los pactos posibles, sin excepción, horrorizan a alguno/s.

Todo está resultando insólito. El Partido Socialista parece creer que la responsabilidad de que haya un gobierno estable le toca a la oposición, no al partido ganador. No ha realizado intentos serios (ni menos serios) de formar una mayoría que nos libre de los sobresaltos que siguieron a la moción de censura y los ha sustituido por amenazas de ir a elecciones e indignaciones con una o dos de las tres derechas por no facilitarle el gobierno. No ha realizado por ese lado ninguna oferta programática. Básicamente se ha dedicado a demonizar a Ciudadanos, al que parece responsabilizar de que no quepa una combinación por ese lado. Hace tres años fueron de la mano a una sesión de investidura, pero no lo alega como antecedente para repetir algo parecido. Que en este trance Ciudadanos esté actuando como un partido aventado, no disculpa la dejación que al respecto muestra el PSOE.

El Partido Socialista actúa como si tuviese la mayoría absoluta o estuviera cerca y no sólo 123 diputados, una cifra que requiere algún tipo de acuerdo sólido, que permita tener presupuestos, por ejemplo. Pasar responsabilidades propias a los demás equivale a irresponsabilizarse. Hablar de que ojalá gobernase el partido más votado -prescindiendo de los efectos colaterales, la eventualidad de un gobierno sin capacidad política- es marear la perdiz. No toca ni en este momento lleva a ningún lado.

En el PSOE todo ha consistido en perder el tiempo y horrorizarse con las tres derechas -la campaña electoral permanente-, pero no con populismos e independentistas. Da la impresión de una escenificación. ¿Subyace una estrategia para llegar a una fórmula gubernamental vidriosa, haciendo como si no le quedase más remedio? Todo sugiere que el PSOE de Sánchez, funámbulo vocacional, ha decidido un pacto con Podemos -ojalá que no en coalición: la lucha de egos entre Sánchez e Iglesias sería insoportable-, con el apoyo expreso del PNV y el tácito de independentistas y acaso Bildu -¿a cambio de qué?-. Eso sí, pasa la responsabilidad del desaguisado a que Ciudadanos no se abstiene. Consume tanto en despotricar de Ciudadanos como en imaginarles bondades a quienes abominan de la Constitución, «legales y legítimos», portavoz dixit.

Si esa era la estrategia, tenía un fallo de origen. La que Rubalcaba vino a llamar alianza Frankenstein está tropezando con la dificultad de que Podemos no está por la labor de hacer de comparsa. Le pesará la experiencia de la legislatura anterior, en la que el apoyo a Sánchez desde fuera le resultó electoralmente demoledor. Ahora bien, no es un pacto que entusiasme fuera de los suyos, entre otras razones por el recuerdo fatal que dejó la bravuconería de cuando Iglesias le organizaba el gobierno a Sánchez, incluyendo el Boletín Oficial del Estado. Hay chulerías que no se olvidan. Además, está la tardía y deficiente forma en que Podemos ha propuesto algún acuerdo programático, justo a última hora. Hasta la fecha parecía que lo único importante le era tener ministerios y vicepresidencia. Sin salvar la cuestión crucial: ¿gobierno de coalición para qué? ¿el futuro prometido serán viernes sociales extendidos de lunes a domingo, con ruedas de prensa alternativas?

La profecía autocumplida: como los dos protagonistas de la película, Sánchez e Iglesias, han decidido que no hay más posibilidades que su romance, quedamos a la espera de cómo vaya el noviazgo, la petición de mano y la boda: todo sin enamoramiento. De cuajar el sí, algunos testigos llegarán desde los independentismos varios, aunque se hará como si fuese forzado.

Es una de las aristas más peliagudas de esta situación estrambótica. ¿De verdad los socialistas se sienten más próximos de la extrema izquierda (reticente con la Constitución) y de los independentistas (que directamente se la quieren cargar) que del centro y derecha que se afirman como constitucionalistas?