El Correo-JOSÉ LUIS ZUBIZARRETA

Nunca pudo imaginar la Constitución, cuyo 40º aniversario se celebra este año, que la política aprovecharía tan mal los instrumentos de que la dotó

Quedan ya pocos días para el cuadragésimo aniversario de la Constitución. Sin duda, pese a los seguros desaires que se darán en esa fecha, se conmemorará con la solemnidad que merece. Para una gran mayoría, sigue siendo el evento más positivo del siglo XX, que inauguró una época de estabilidad y prosperidad que el país no había conocido desde que comenzó a llamarse por su nombre. Con todo, la conmemoración será flor de un día y no dejará huella en la deprimente situación política que vive el país. De vuelta a la realidad del día siguiente, no mostrará la política arrepentimiento ni, mucho menos, propósito de enmienda. El recuerdo no le habrá servido siquiera de espejo en el que, al mirarse, reconozca qué mal ha envejecido. No es, en efecto, su presente el futuro que la Constitución soñó para ella y del que habría podido sentirse orgullosa. Evocados los obstáculos que hubo de superar y los instrumentos de que la dotó, habría esperado mucho mayor aprovechamiento.

Porque aquí está la política, enfangada en un barrizal que la ensucia y paraliza. Y no es un juicio movido por los lamentables comportamientos que se han producido en la Cámara esta pasada semana y que no son, al fin y al cabo, sino síntomas de una dolencia más grave que la política viene sufriendo desde hace ya tiempo y de la que no se ha logrado aún un diagnóstico certero. Resulta, en efecto, demasiado benévola la explicación que, buscando consuelo en el mal de muchos, toma nuestra dolencia como la expresión concreta de la degradación general que sufre la política de nuestro entorno en unos tiempos en los que la para todo invocada globalización ha trastocado los parámetros en que se movía hasta tiempos muy recientes. Sin negarle a éste todo valor, más acertado parece, y sobre todo más práctico, el diagnóstico que, siguiendo el camino inverso de lo particular a lo general, trata de indagar en el contexto más cercano en que está desenvolviéndose la política de nuestro concreto país en estos particulares momentos.

Dos datos son dignos de destacar a este respecto. El primero se desdobla a su vez en dos hechos que se explican uno a otro: el agotamiento del bipartidismo, de un lado, y el surgimiento de los nuevos partidos, de otro. Es un proceso todavía en curso. La fragmentación que ambos hechos han creado en la política española ha tenido el efecto inmediato, no de enriquecerla, sino de complicarla hasta el punto de hacerla difícilmente manejable. Tanto los viejos partidos como los nuevos no se miran ya a sí mismos, sino que actúan, más que por motivos endógenos del posicionamiento que, por su naturaleza, les correspondería en la escena política, por una actitud de repulsaatracción, de contraste-imitación, frente a los que les son más cercanos. Se crea así un modelo más reactivo que propositivo, en el que la pura competencia se impone a la autodefinición y, supuesta ésta, a la cooperación. Cada cual lucha por ocupar un lugar en la escena y, para ello, en vez de escarbar en su propio acervo doctrinal, condiciona su comportamiento al del vecino. Se genera un estado de indefinición que, si entre los partidos conduce a la permanente confrontación, al ciudadano sólo le causa confusión.

El segundo dato, más coyuntural, pero no menos determinante, es el modo en que se produjo la alternancia mediante una insólita moción de censura. Supuesta su legitimidad, se trató de un hecho traumático que estaba llamado a producir conmoción. Se añade además que, debido a la citada fragmentación y a la consiguiente pluralidad de intereses, la alternancia se apoyó en un endeble e inconsistente conglomerado de fuerzas que nunca formaron una auténtica mayoría alternativa. La inestabilidad que así se creó no ha podido llegar a estabilizarse y está abocada a diluirse. Su disolución, en la literalidad de la convocatoria de elecciones, resulta, por tanto, inevitable, y el sentido de la competencia se ve irremediablemente exacerbado. Los partidos dejan de hablar de sí mismos, para hacerlo siempre del otro.

Otra cosa bien distinta es que lo irremediable sea el remedio. A lo dicho hay, en efecto, que añadir un tercer dato de importancia que invita al más negro pesimismo. El dato tiene también esta vez doble cara: la degradación doctrinal de los partidos, de un lado, y la mediocridad de sus liderazgos, de otro. Con esto no contó la Constitución. Ni pudo imaginárselo siquiera.