Partidos o facciones

IGNACIO ASTARLOA HUARTE-MENDICOA – ABC – 17/07/16

· «En este tiempo en el que tanto se debate y se propone sobre la conveniencia de reformar la Constitución, bueno será por tanto que empecemos por cumplirla, haciendo efectivos los valores más elementales que la fundamentan»

En el primero de los artículos de la Constitución, además de enunciarse en tres sencillos apartados los elementos básicos de la fórmula política de nuestra convivencia (Estado de derecho, Estado democrático, Estado social, soberanía popular, Monarquía parlamentaria), se consagran también los que se definen como los valores superiores del ordenamiento, y entre ellos, junto a la libertad, la igualdad y la justicia, el principio del pluralismo político.

El reconocimiento del pluralismo como valor fundamental de la convivencia es cosa relativamente reciente porque durante largo tiempo se ha sostenido que la salud del Estado reclamaba la unanimidad. El pluralismo no está en los clásicos, pero tampoco en Bodino, Hobbes o Rousseau. Y no está en el primer liberalismo, radicalmente opuesto a los cuerpos intermedios y a todo lo que obstaculizase el interés homogéneo y superior de la Nación.

Como describía con su extremismo insuperable Saint Just, toda facción es criminal y trata de socavar la soberanía del pueblo. Así, el primer Código Penal de nuestra historia (1822) no dudó en establecer que los individuos que formen «alguna junta o sociedad en clase de corporación… serán obligados a disolverse inmediatamente y sufrirán una multa de dos a cuarenta duros y un arresto de dos días a tres meses».

Solo con el desarrollo del Estado democrático liberal se ha acabado imponiendo la concepción opuesta, hasta el punto de acabar reconociéndose el pluralismo, es decir, la diversidad y la diferencia, no solo como algo valioso que debe ser protegido por nuestros ordenamientos frente a las alternativas de la uniformidad y la unanimidad, sino incluso como uno de los pilares sobre los que se asienta todo el edificio de la democracia contemporánea. Fruto de ello ha sido el reconocimiento de los partidos políticos desde la segunda mitad del siglo XIX. Como ha descrito brillantemente Giovanni Sartori, pluralismo y partidos han nacido en un mismo parto. Se originan en el mismo sistema de creencias y en el mismo acto de fe.

Pero el reconocimiento del pluralismo como principio constitucional, hijo de la realidad social, no lo efectúan las Constituciones con el propósito de separar, sino de unir. No se trata de que la Constitución levante acta de la inevitabilidad de un pluralismo destructivo, intolerante, soberbio e incluso agresivo. Bien al contrario. Partiendo de la evidencia social y política de la diferencia y el disenso, la consagración del pluralismo como elemento integrante de la estructura constitucional impone la tolerancia, el respeto y el reconocimiento mutuo.

También la composición de intereses particulares en aras del interés general. La Constitución organiza el disenso, transformando las discrepancias y los conflictos en procedimientos jurídicos que hacen posible la convivencia, propiciando que lo diverso se contraste y encuentre el modo de confluencia en aras del interés común. Trasladado a los partidos, esto lleva a concebirlos como partes de un todo en un sistema político de «concordia discors», de consenso enriquecido y alimentado

por el disenso, por la discrepancia (Sartori otra vez). En términos ya muy clásicos, lo que el pluralismo reclama es disponer de «partidos», no de «facciones». Distinción que parte, como es conocido, de la pluma de uno de los grandes del pensamiento político del siglo XVIII, el irlandés Edmund Burke, para quien el partido es un grupo de personas unidas para favorecer con comunes esfuerzos el bien de la Nación a partir de unos principios sobre los que todos coinciden, mientras que las facciones significan, peyorativamente, la lucha egoísta por la conquista de puestos e intereses particulares. Partidos para el interés general, facciones para el interés particular.

Algunos contestaron a Burke en su tiempo que los partidos no son otra cosa, siempre y en todo tiempo, más que facciones. Proyectos de poder, para beneficio principal de sus miembros y de sus intereses. Los partidos, escribió Bolingbroke, son un mal político y las facciones son los peores de todos los partidos. Y, siempre radical, Robespierre sentenciaba: siempre que advierto ambición, astucia, intriga y maquiavelismo, reconozco una facción y corresponde a la naturaleza de las facciones sacrificar el interés general. Muchos siguen pensando lo mismo.

Pero la democracia no puede reducirse a una sucesión de grupos temporalmente hegemónicos que se apoderan del Estado y lo patrimonializan durante un periodo más o menos prolongado para su beneficio particular. Según ya hemos dicho, lo que la Constitución instituye, al consagrar el pluralismo como principio democrático fundamental y declarar solemnemente en su artículo sexto que los partidos son su modo básico de expresión, es que del disenso y la discrepancia deben salir el debate y el acuerdo, defendiendo cada cual su propio proyecto, pero poniendo siempre por delante los intereses del país. Solo en ese caso será correcta la afirmación frecuentemente contenida en los manuales de que los partidos cumplen auténticas funciones públicas y no son simplemente, como decía Tocqueville, un mal inherente a los gobiernos libres.

No parece difícil coincidir en que en esta coyuntura de nuestra historia lo que precisamos son partidos y no facciones. Es legítimo que cada cual defienda su particular proyecto, pero comprometiéndose en la viabilidad del proyecto común. Con el nuevo panorama de partidos los acuerdos no son una opción, son una obligación. Poniendo todos los actores para ello propósito cierto, esfuerzo real y sacrificio para hacer posibles los compromisos.

Lo que está en juego no es solo la estabilidad y la gobernabilidad del país, con ser exigencias verdaderamente imponentes. Lo que está en juego es la propia sustancia constitucional, porque para que la democracia funcione hay que dar a los principios su dimensión auténtica. Anteponer la facción o el menosprecio al otro o conformar bloques irreconciliables no es que sea un error o un inconveniente, es que agrieta gravemente el edificio constitucional.

Como explicaba el recordado García Pelayo, los partidos, con su comportamiento, son los que hacen operante o inoperante un sistema, y solía citar para evidenciarlo lo ocurrido con la República de Weimar. En este tiempo en el que tanto se debate y se propone sobre la conveniencia de reformar la Constitución, bueno será por tanto que empecemos por cumplirla, haciendo efectivos los valores más elementales que la fundamentan.

IGNACIO ASTARLOA HUARTE-MENDICOA ES LETRADO DE LAS CORTES GENERALES – ABC – 17/07/16