IGNACIO CAMACHO-ABC

   Qué más tiene que pasar para que la mitad de los catalanes entiendan hasta qué punto les perjudica el nacionalismo

EN la primera ronda. Como el que se quita de encima un chicharro antes de que le queme las manos o le tizne la ropa; así ha tratado la Agencia del Medicamento la candidatura de Barcelona, una de las ciudades europeas con mejor calidad de vida y una industria farmacéutica prestigiosa. Esto es lo que han conseguido a pachas los separatistas y su aliada populista Ada Colau, alcaldesa populista y lacrimógena. Que nadie tome en serio como sede de un organismo de la UE a la capital de un territorio cuya clase dirigente se quiere ir de Europa. 

A tenor de las encuestas, sin embargo, cabe preguntarse qué más tiene que pasar para que la mitad de los catalanes entienda hasta qué punto les perjudica el nacionalismo. Que el proyecto de independencia los arruina en vez de convertirlos en felices habitantes de ese pregonado país idílico. Que las empresas se fugan, que están bajando las tasas de productividad y de empleo, que el dichoso proceso perjudica al comercio y ahuyenta al turismo. Todo parece darles igual a esos dos millones de ciudadanos anclados en el voto secesionista, impermeables a la evidencia, subyugados por el mito. Emocionalmente convencidos, porque no se trata de una idea sino de una creencia, de formar parte de un sujeto político e histórico reprimido por la malvada España a lo largo de los siglos. Encerrados en un bucle letal de autocomplacencia y narcisismo.  El independentismo ha trabajado bien en la forja de esa conciencia mitológica de un destino.

Adoctrinamiento escolar, propaganda asfixiante y presión inclemente contra el pensamiento crítico; con esa tríada instrumental los nacionalistas han construido un régimen de férreo blindaje doctrinario, inmune a cualquier embate político. Un modelo a contra viento de la Historia que cosecha fracaso tras fracaso sin aflojar en la tenaz persecución de su objetivo. Un sistema de poder hegemónico que, aunque sus beneficiarios admiten que carece de mayoría social, pretende arrastrar a toda la sociedad catalana a pagar el precio de su ofuscado designio. 

Mientras esa abducción colectiva persista, mientras no sean los ciudadanos de Cataluña los que se rescaten a sí mismos, poco podrá hacer el Estado para reconducir el desvarío. Puede poner diques de realidad alrededor de la fantasía secesionista, condenar a la frustración, como en octubre, cualquier tentación de aventurerismo. Pero en democracia todo pueblo acaba por tener el Gobierno que se merece; son pues los propios catalanes quienes han de resistirse a vivir bajo la imposición de un delirio. Son ellos quienes han de desencantarse de la quimera adolescente con que sus élites han hipnotizado parte de su inconsciente colectivo. Sólo mediante una rebelión de madurez y de pragmatismo es posible frenar el creciente deterioro que ha provocado el disparate identitario. Aunque sea duro el despertar como siempre lo son los desengaños