Perder el juicio

ABC 20/02/17
IGNACIO CAMACHO

· El caso Nóos representa el paradigma del relato demagógico sobre la sumisión de la justicia a los aparatos de poder

EL aspecto más preocupante de la sentencia Nóos es la descreída suspicacia con que la ha recibido la opinión pública. Los españoles que ven en el veredicto un ejercicio de independencia del tribunal están en franca minoría frente a quienes creen en una suerte de conspiración judicial a favor de la Corona y del Estado. Se trata de una consecuencia más de la demencial demora de un proceso retransmitido con paroxismo sensacionalista, pero también y sobre todo de la extensión de un relato demagógico mucho más amplio sobre la sumisión bastarda de la justicia a los aparatos de poder político y económico. Algo más que populismo: la consagración de un estado general de desconfianza en el sistema.

Los estragos morales de la crisis, amplificados por la ausencia de pedagogía civil, han destruido la convicción de la sociedad en la razón del Derecho. La supuesta democratización del pensamiento favorecida por las tecnologías de la comunicación ha desembocado en una abolición práctica de la jerarquía del conocimiento. Si cualquier ciudadano lleva dentro un infalible seleccionador de fútbol, ahora se siente además un juez en posesión de certidumbres jurídicas emanadas de sus prejuicios literalmente iletrados. La presunción de inocencia, triturada por la inevitable generalización de la pena de telediario, quedó formalmente derogada el día en que un policía fiscal colocó su mano delante de decenas de cámaras sobre la nuca de un ciudadano sin imputar llamado Rodrigo Rato. Banqueros, políticos, empresarios y finalmente miembros de la familia real son declarados –con la complicidad necesaria de los medios– culpables de oficio por pertenecer a un estamento privilegiado; una especie de revancha social que cataliza en la aniquilación de las reputaciones el resentimiento contra unas élites señaladas como responsables genéricas de los años de quebranto.

El caso Nóos representa el compendio de esa frustración liquidacionista que se cobró, como pieza de caza mayor, la cabeza coronada del Rey Juan Carlos. El nihilismo furioso de la –peligroso concepto que disuelve en una masa crispada la soberanía individual del ciudadano– exige víctimas a un ritmo inalcanzable para los garantistas tiempos de las leyes procesales. Se las proporciona la máquina mediática aliada con la política-espectáculo de unos sedicentes partidos regeneracionistas que secundan con frívolo ventajismo ese clamor airado. Entre todos hemos arrasado la legitimidad de las instituciones bajo la coartada de un nuevo paradigma democrático.

El sistema no ha sabido defenderse. Más bien ha cedido a la presión acomplejado por sus propios –y fundados– remordimientos. Pero este asunto, metáfora morbosa del conflicto entre los hechos y las suposiciones emocionales, no va de Infantas despistadas ni de jueces sesgados ni de reyes con yernos. Va de la supervivencia imprescindible del Estado de Derecho.