Cristian Campos-El Español 

Este miércoles tuve el privilegio de asistir a la tercera representación de la ópera La revolución de los burgueses oprimidos desde el balcón de mi piso en Barcelona. Me sentí como esas opulentas y rotundas señoronas catalanas del barrio de Pedralbes con lazo amarillo en la solapa de su abrigo Hermès que claman «libertad, libertad» desde sus palcos del Liceo al son del tintineo de sus pulseras Cartier de oro amarillo de 18 quilates, granates tsavoritas y ónix, 10.600 euros en la página web de la marca.

Porque ahí estaba yo, en el palco de mi piso de 150 metros cuadrados, viendo como los cheguevara de escuela jesuita concertada arrancaban y quemaban los carteles de los comercios rotulados en español. Eso no lo vieron en La1, la Cuatro y La Sexta, ¿verdad? Es normal. Algún telespectador culto podría haber encontrado los paralelismos con la Kristallnacht, la Noche de los Cristales Rotos de los nazis en el Berlín de 1938. Además, siempre se puede contar con Madrid para limpiar, enterrar y cubrir con cal viva los crímenes de los nacionalistas catalanes. 

A eso de las 22:00 bajé a darme una vuelta por el barrio. Por ahí, en el área delimitada por las calles Paseo San Juan, Roger de Flor, Aragón y Gran Vía, andaban los hijos y los nietos de las señoronas catalanas del Liceo. Se movían en patinete, en grupos de seis o siete, junto a sus pizpiretas novias. Vestían marcas como Opening Ceremony, Nike y DC Shoes y hablaban un catalán aseñorado y sintético. El catalán que hablan los presentadores de TV3, los catedráticos de Filología de las universidades privadas catalanas y los medios de prensa subvencionados de la Generalidad.

Nada que ver con ese catalán híbrido y embarrado que siempre se ha hablado en los barrios populares de Barcelona. Un catalán real, producto de la coyunda de murcianos, extremeños, andaluces y catalanes, que está siendo exterminado por la imposición del catalán atildado de las clases altas de Barcelona. También en las Baleares los partidos nacionalistas, con el PSOE local a la cabeza, están masacrando la variante mallorquina popular que se habla en las islas para imponer el catalán de Andreu Buenafuente, Artur Mas y Pep Guardiola.  

El objetivo, por supuesto, es marcar distancias con el servicio doméstico canonizando como catalán académico el de los señoritos. El de ese Pompeu Fabra que se inventó un idioma inexistente a base de señalar como «incorrectas» las palabras del catalán popular que a él le salieron de los cogumelos. Es decir, las que el catalán había absorbido del español y que conformaban buena parte del vocabulario catalán.

La escabechina continúa hoy día. Ya no se oyen muchos barcu, busó, guarida, colmu, gastu, grifu, àrbit o jamó, y sí en cambio sus versiones doctas: vaixell, bustia, amagatall, allò que no hi ha, despesa, aixeta, àrbitre y pernil. Que es como si Cayetana Fitz-James Stuart nos hubiera reñido por decir pelea en vez de diatriba, o polvo en vez de coyunda marital. Estamos asistiendo al exterminio de un idioma real en favor de un idioma de plexiglás a manos de aquellos que dicen amar el catalán y aquí nadie enarca una sola ceja. En España siempre hemos sido muy obedientes con los caprichos de nuestros caciques.  

Es muy difícil que un corresponsal llegado de Madrid capte este tipo de sutilezas, pero hay trucos para diferenciar a los pijos catalanes. Si se topan con un catalán que pronuncia raˈʒola en vez de rachola pueden apostar su sueldo a que ha nacido al norte de la Avenida Diagonal. Si dice cairó es que, además de pijo, ha estudiado en una escuela «libre» cumbayá de las de 900 euros al mes y menú diario a base de quinoa y tofu macrobiótico. 

El jueves por la mañana volvía a echarme a la calle para admirar el paisaje tras la batalla. En la calle Roger de Flor, entre Consejo de Ciento y Diputación, los servicios municipales retiraban los coches incinerados durante la noche. Una docena de operarios de limpieza barrían, sin demasiado éxito, los cientos de kilos de ceniza. El plástico y el metal retorcido, en una calle en la que hasta el asfalto se había derretido, a apenas una decena de metros de una gasolinera Repsol que podría haber volado la manzana entera, convertían en imposible su tarea. La cosa me ofendió hasta a mí, que si algo no soy es uno de esos socialdemócratas que lloran empatía con los oprimidos. 

Me quedé un rato escuchando sus conversaciones. Ninguno de ellos hablaba en catalán. Todos lo hacían en un español vulgar, popular, con acentos muy marcados, yo diría que mayoritariamente andaluz, pero también extremeño y castellano. Ninguno de ellos se quejaba de lo absurdo de la situación. Simplemente, limpiaban sin mayor aspaviento la mierda de sus señoritos porque eso es lo que les han enseñado a hacer en la escuela catalana: a decir aturat en vez de paradu y a aceptar su posición subordinada en la jerarquía social catalana.

Mientras tanto, en Madrid, la extrema izquierda capitalina, esa que vota a Podemos, a IU, a Carmena y a Más País, se manifestaba en favor de los señoritos catalanes. Qué olfato tienen los niñatos de buena cuna para detectar a los suyos incluso a quinientos kilómetros de distancia. Eso es solidaridad de clase y lo demás son hostias.