Pobres muertos

ENRIC GONZÁLEZ – EL MUNDO

· La pitada, las pancartas o las fotos preparadas fueron la demostración de que Cataluña es hoy un escenario donde se hace teatro de ambición política.

Vino mucha gente. Vinieron sentimientos, respeto, ira, dolor, algunas sensaciones contradictorias, un cierto orgullo por la ciudad abierta, la vaga alegría que suscita la pertenencia a una multitud, y hasta alguna lágrima por los muertos. Quien no vino fue la inocencia. No sé si alguna vez estuvo entre nosotros; en cualquier caso, no se la ve desde hace años. Ingenuidad, la que quieran. Inocencia, ninguna. Quienes acudieron a la manifestación querían hacer algo más que protestar contra el terrorismo: querían opinar sobre lo suyo.

En la esquina de Paseo de Gracia y Córcega, lado Llobregat-montaña (en Barcelona seguimos orientándonos por dos ríos medio muertos y una cordillera enana), un matrimonio de mediana edad llegó, vio y se largó. «¡Qué vergüenza!», dijo el hombre. «No vamos a participar en esta manipulación». Se refería a las banderas independentistas. Supongo que bastantes españoles tuvieron, a distancia, una reacción parecida. Supongo que algunos añoraron aquella época feliz en que los catalanes eran simpáticos y hasta modélicos, y aquella manifestación gigantesca del 11 de septiembre de 1977 en demanda de libertad, amnistía y autonomía.

Desde luego, en aquello de hace 40 años hubo más gente que ayer, aunque no se llegara de broma al mítico millón, y el ambiente era distinto: estábamos sorprendidos, no esperábamos tanta afluencia, nunca habíamos participado en algo tan masivo y tan festivo. Recordamos una tarde soleada y feliz. Pero al pasar junto a las furgonetas de la policía, que iba aún de gris, algún grupo gritaba «ETA, mátalos», y sonreíamos. Eso se ha olvidado.

Inocencia, decíamos, ninguna. En ninguna parte. Esta semana, un conductor embistió contra dos marquesinas de autobuses en Marsella y mató a una mujer. Saltaron las alarmas antiterroristas. Luego se comprobó que el agresor era un hombre con delirios psicóticos y bajo tratamiento psiquiátrico y las alarmas callaron. Apenas se habló de la mujer muerta. ¿No era una víctima? Lo era. No era, sin embargo, una víctima del terrorismo. Faltaban la voluntad, el gesto, el símbolo y el objetivo del criminal, es decir, la política. El terrorismo nos angustia porque, por absurdas o nihilistas que resulten sus reivindicaciones, hace política. Y de la política, en casos de asesinato múltiple, hemos hecho un agravante. Sus víctimas son especiales porque los asesinos, con ellas, nos amenazan a todos.

Por definición, las manifestaciones son también gestos políticos. No digamos cuando albergan la contradicción interna de ser encabezadas por un rey. Aunque se colocara por delante a médicos, sanitarios, bomberos, policías, servicios de emergencia y comerciantes locales, la cabecera de una marcha se encuentra donde se encuentra el rey. Quienes preparan el 11 de septiembre y el hipotético referéndum del 1 de octubre gozaban de una oportunidad única para lucirse y exhibir sus ambiciones, y la aprovecharon. Nadie debería extrañarse. ¿Podía esperarse otra cosa?

La sonora pitada a Felipe VI, las pancartas estratégicamente colocadas tras él, las fotos preparadas, no fueron sino otra demostración de que Barcelona y Cataluña llevan tiempo sintiéndose en un escenario y se han acostumbrado a actuar para una audiencia supuestamente planetaria. Se hace teatro, en general de ambición política. Incluso en ocasiones objetivamente lúgubres, como ayer, se procura mostrar el perfil bueno mientras se expresan nobles insatisfacciones ante el comercio de armas, la islamofobia, la arrogancia castellana o lo que sea. Por supuesto, los terroristas del Estado Islámico carecen de tal sensibilidad por los matices, de tal veneración por la estética y de algo tan refinado como el complejo de culpabilidad. Quizá en eso llevan ventaja.

La elevación de Barcelona a la condición de capital mundial de la buena vida (y los buenos sentimientos) se ha hecho a costa de operaciones urbanísticas altamente especulativas y de un ejercicio salvaje de desmemoria. En la esquina de paseo de Gràcia con Rosellón, lado Besós/montaña, estuvo hasta hace poco el bar La Puñalada, sede de la más famosa tertulia barcelonesa en tiempos de la República. La tertulia acabó mal, como casi todo. Barcelona fue durante la mayor parte de su historia una ciudad violenta, incómoda, despiadada y abundante en armas.

Pregunté a un grupo de cierta edad que pasaba por delante de la antigua Puñalada, hoy sucursal bancaria, y no sabían nada de ese bar. Normal, eran de Mollet. «Somos unos matrimonios amigos, siempre vamos juntos a la mani de la Diada y hoy hemos venido juntos a esto», explica un caballero. ¿Ven diferencia entre esto y la Diada del 11 de septiembre? «Sí, claro, la Cataluña independiente no tendrá ejército y no sufrirá estos ataques». Esto no es inocencia, es ingenuidad. Y algo que en Cataluña se ha elevado a nivel de arte: la integración del acto contestatario dentro de los ritos de la vida social.

Pequeños grupos de ciudadanos de religión musulmana proclamaban su rechazo al terrorismo islámico y generaban a su alrededor un alto nivel de satisfacción. Se repartían rosas, se comparaban los textos de los carteles que distribuía la Asamblea Nacional de Cataluña, se prestaban abanicos, se sudaba con deportividad, se elogiaba la «convivencia pacífica» entre banderas españolas y cuatribarradas con estrella: es una tendencia incontenible a hacer de cualquier cosa un Sant Jordi. La manifestación de París, después de los atentados de noviembre de 2015, fue casi un velatorio. La manifestación de Barcelona, ayer, fue casi un acto festivo. Qué quieren, somos así.

Los pobres muertos, sus pobres familiares, sus pobres amigos, desperdigados por tantos países distintos, tal vez habrían merecido otra cosa. Tal vez alguno de los que lloran agradezca que Barcelona se exhiba heroica y despreocupada, la ciudad sin miedo. Quién sabe. Personalmente, tengo mis dudas. Pero el negocio debe continuar. Y el negocio, aquí aún más que en otros sitios, es política.