Podemos y el milagro de Lourdes

TEODORO LEÓN GROSS – EL MUNDO – 11/02/17

· Un 11 de febrero como hoy, pero de 1858, la pastora Bernadette Soubirous dijo haber visto a la Virgen de camino a buscar leña. Era una niña de vida miserable, criada en el sótano de un molino –a buena parte de los ocho hermanos que vio nacer, los vio morir en la infancia– y para entonces vivía en el calabozo estrecho de una prisión abandonada. Siendo analfabeta, ponía empeño en memorizar el catecismo y tomar la comunión; y daba el perfil: «Eché mano al bolsillo para coger el rosario que siempre llevo conmigo y se me cayó al suelo; me temblaba la mano, me arrodillé…».

Sin embargo se le dio credibilidad. Su historia, que tanto nos conmovía de niños con la novela de Franz Werfel, fue del escepticismo del pueblo ante ese éxtasis hasta que hace surgir el manantial que después generará una amplia literatura de curaciones milagrosas. El arzobispo de Tarbes, tras severos interrogatorios, dio su aval. Siglo y medio después, ocho millones de personas pasan cada año por allí, como destino de su fe, o tal vez de su esperanza. En Francia, el país más visitado del mundo, sólo París supera a Lourdes en hoteles.

Es interesante reparar en la hábil gestión de la Iglesia para controlar las apariciones. El Papa Francisco ha advertido que «la Virgen no es una jefa de Correos que envía mensajes todos los días». El secreto del éxito es su excepcionalidad. Lourdes no es un caso único, va de suyo, desde que la Virgen del Pilar se le pareció al apóstol Santiago a orillas del Ebro en Zaragoza. En Francia hay alguno más, de hechuras semejantes, como Laus o La Salette; y está lo de Fátima, algún episodio en Italia o Bélgica y, más allá de la franja meridional, en Polonia, claro, con Gietrzwald. Pero se ha regulado sumamente. En definitiva lo extraordinario de las apariciones forma parte de su percepción como hecho extraordinario.

Este asunto del control de las apariciones puede dispensar una lección útil para Podemos. De la vieja Iglesia siempre se puede aprender. Si Pablo Iglesias creyó que podía aparecerse cada día en el telediario manteniendo un carácter excepcional, ya habrá entendido el absurdo error. La exposición mediática es consustancial con la política; pero a la vez constituye un riesgo. Otros líderes regulan ese desgaste –aunque nadie escapa a un «los españoles son muy españoles y mucho españoles» o «es el vecino el que elige al alcalde y es el alcalde el que quiere que sean los vecinos el alcalde»– pero Iglesias se ha exhibido hasta el absurdo, quizá asumiendo que el partido era en sí mismo un fenómeno de origen mediático que requería eso.

Ahora, Iglesias –cuyo rostro llegó a ser el logo del partido, lo que equivalía a proyectar, en plan Luis XIV, «Podemos soy Yo»– al preguntarle si hace alguna autocrítica como líder, responde:

–La transparencia está bien, pero hemos sido demasiado ingenuos. No tenemos que discutir de ciertas cosas en los medios de comunicación.

Naturalmente Iglesias no acaba de descubrir los peligros de la transparencia, sino los riesgos del narcisismo mediático. Bajo el mantra de la transparencia para tratar de hacer de la necesidad virtud, vendiendo que su fallo en todo caso ha sido resistirse virtuosamente a la opacidad, en realidad lo sucedido remite más a la sobreexposición narcisista hasta acabar escenificando, en público, las miserias de la pelea por el control del partido, con dinámica de culebrón bananero. Y eso significa no sólo exponerse a cometer errores, sino acabar resultando estomagantes.

TEODORO LEÓN GROSS – EL MUNDO – 11/02/17