ABC-JON JUARISTI

 Malos tiempos para la épica, estos de mala lírica y sentimentalismo

RECORRO en Deyà, junto a mis amigos Teodoro Millán y Clara Carvajal, la casa convertida en museo de Robert Graves, del que Teodoro y yo mismo hemos sido hooligans desde nuestros días colegiales y atardeceres grises de Bilbao (y todo para enterarnos, gracias al poeta José Carlos Llop, de que pronunciábamos mal el apellido del bardo, que en Mallorca nunca ha sido

greibs, a la inglesa, sino grabes, a lo paleoespañol). La casa-museo es preciosa, y la chica que la cuida y gestiona, como se dice en estos tiempos de másteres fraudulentos, te atiende maravillosamente. Se nota que no ha necesitado de máster alguno.

En la casa-museo se puede ver una buena cantidad de fotografías de Graves con otros poetas y escritores (Marianne Moore, Robert Frost, Idries Sha, Cela…), pero no hay ninguna en la que aparezca Borges, que lo visitó en 1981 y 1982, cuando ya el alzhéimer lo había inmovilizado, y ni siquiera podía perderse piradísimo por los bancales, como lo había evocado en un poema Antonio Martínez Sarrión. En 1985 Borges escribió, recordando su última visita, que los familiares de Graves «estaban muy tristes y esperaban el fin». El poeta británico murió el 7 de diciembre de ese año. Borges no lo sobrevivió mucho tiempo, sólo seis meses. Es una lástima que el encuentro fuera tan tardío, porque habrían podido compartir más cosas que recuerdos de la Mallorca de antaño. Su amor por la épica, por ejemplo. Es difícil ser un buen poeta épico en estos tiempos devastados por la lírica y el sentimentalismo (aunque en España tenemos dos de los mejores: Luis Alberto de Cuenca y Julio Martínez Mesanza). Todavía hay mucho que aprender de Graves y de Borges. Éste resumió el argumento de un poema de aquél,

The Clipped Stater («El Estátero Recortado»). Yo lo haré a mi modo: Alejandro no muere en Babilonia. Los genios se lo llevan a una tierra ignota donde lo acogen guerreros de tez amarillenta y ojos oblicuos que defienden la frontera del reino. Sirve junto a ellos hasta que sus cabellos encanecen. Un día pagan a la tropa. Él recibe una moneda de plata que los pagadores han mutilado, pero en la que reconoce su propia efigie. Según Borges, Alejandro se dice: «Esta es la medalla que hice acuñar para celebrar la batalla de Arbela cuando yo era Alejandro de Macedonia». Pero Graves no escribió eso, sino que Alejandro reconoce en la pieza un estátero alejandrino acuñado en los lingotes tomados en Arbela y se pregunta, sin demasiado interés, cómo habrá llegado hasta allí. Después lo gasta en una cena de pescado y almendras.

El estátero era una moneda griega, de plata, como la del Evangelio de Mateo, 17, 24-27 (que se hallaría en el estómago de un pez). La presencia de genios

(djinn) en el relato de Graves sugiere una fuente islámica. Se parece mucho a otros de Borges que probablemente se inspiraron en él. Yo creo que contiene un homenaje implícito al coronel T. E. Lawrence (Lawrence de Arabia), amigo de Graves en Oxford, que, tras la Gran Guerra, se reenganchó en la RAF como soldado raso. El título de sus memorias de entonces, The Mint (traducido en español como «El Troquel») significa realmente «cuño de una moneda», el molde de la efigie. He escrito «cuño», que conste.

En el tesorillo de monedas de oro del Banco de España hay una, pequeña y casi esférica, con la cabeza, más en bulto redondo que en relieve, de Alejandro Bicorne de Macedonia, deificado en Alejandría con los cuernos de Amón, y al que el Corán elevó a la condición de profeta preislámico. La moneda en cuestión parece un Aleph de Borges en versión numismática. Como la peseta rubia de Franco un Zahir de la izquierda.

Antes de dejar la casa-museo, compro una camiseta muy chula de la Diosa Blanca.