Política de ultratumba

EL MUNDO 15/05/17
CAYETANA ÁLVAREZ DE TOLEDO

El periodista Marc Bassets, autor de excelentes crónicas europeas, entrevistó hace unos días para El País al ensayista francés Alain Minc. Inteligente, elitista, entusiasta de Spinoza, descaradamente pragmático, Minc se presenta como padrino y mentor del niño prodigio Macron. Sin despreciar la mano amiga del azar, destaca su «audacia y atrevimiento»; su capacidad «para seducir a los viejos» –no va con segundas–; su «visceral europeísmo», y, sobre todo, su revulsiva sintonía con la modernidad. El éxito de Macron, explica Minc, fue comprender que existía una Francia mejor –abierta al mundo, sin miedo, dispuesta a asumir el coste de la verdad y de la libertad– y obrar el milagro laico de su resurrección. Y añade: «Si Ciudadanos tuviera un líder à la Macron, la misma cosa se habría podido producir en España. Pero Albert Rivera no es Macron. No tiene su talento».

Rivera llevaba tres días postulándose como el Macron español cuando la actualidad le ofreció una oportunidad para pasar de los tuits a los hechos. Y se asustó. Su voto a favor de la exhumación del cadáver de Franco del Valle de los Caídos es la negación de todo lo que el macronismo evoca: futuro, razón, reagrupación. Es un gesto de resignación y el enésimo episodio de la cansina historia de la necrofilia española: Juana la Loca, de bolos funerarios por España con el cuerpo de su marido muerto; Franco, de rodillas ante el brazo incorrupto de Santa Teresa en su frígida habitación de El Pardo; Tarradellas, de camino hacia el exilio con el corazón de Macià en una caja de plomo; los discípulos de Gibson, como topos por Granada en busca del prosaico esqueleto de Lorca… Va a tener razón Sarkozy cuando me dijo que la identidad española eran «los toros y la obsesión con la muerte». Pero es que Ciudadanos nació precisamente para desmentir esa idea de España. Y la identidad, a secas.

Asustado también por los efectos de su voto, Rivera apeló luego al «necesario consenso» para el traslado de los despojos del dictador. Como si el consenso fuese un bien en sí mismo. Por lo bajo, su entorno incluso se permitió la gracia de comparar su proyecto alternativo para el Valle de los Caídos con el cementerio de Arlington. Un imposible estético y una contradicción moral. Habría que agregar cadáveres, no quitarlos. Y dudo que la familia de Largo Caballero o de Carrillo estén por la labor. Ni Ciudadanos ni desde luego el Partido Popular –aferradito a su abstención con la vana esperanza de hacerse perdonar no se sabe muy bien qué– han entendido el valor profundo de los monumentos históricos, que no es reflejar lo que somos sino lo que fuimos. En este caso, un país cerrado, sombrío y sometido al doble dogma del fascismo y la fe. Claro que el Valle de los Caídos no es un símbolo de reconciliación. Es un recordatorio de la tragedia de la guerra y el horror de la dictadura. De lo lejos que estaba España de la modernidad hace apenas medio siglo y, por lo tanto, de su espectacular y conmovedora transformación. A las Colaus y Carmenas hay que reprocharles su afición al borrado de placas y nombres del callejero. Lo que añadan da igual. Como si se dedican una plaza a sí mismas. Sólo dejarían testimonio a los postmillenials de la degradación que alcanzaron las dos grandes capitales españolas allá por 2017. Las ciudades son mapas de la historia. Y el Valle de los Caídos, la caricatura de una España por fin enterrada. Y si lo que queremos es un monumento a la reconciliación, empecemos por defender la Transición que, por cierto, también tiene su prosa necrófila. La reforma pacífica hacia la democracia fue posible gracias a un harakiri: el de las Cortes franquistas. Adolfo Suárez y Torcuato Fernández Miranda, ellos sí modernos, comprendieron que la reconciliación era respetar a todos los muertos y hablar a todos los vivos. Es decir, acabar con la Guerra Civil como argumento político. La traición a ese legado es, precisamente, lo que explica la irrupción de Ciudadanos.

Nuevo, limpio, moderno, transversal, Ciudadanos tenía una misión depuradora que no ha sabido interpretar. O que ha interpretado de forma miope, reduccionista. Su cometido no se limitaba a la erradicación de la corrupción, tarea crucial pero accesible a cualquiera sin pasado y con un mínimo de criterio. Antes, y decisivamente, Ciudadanos prometía liberar al conjunto de la política española de su principal atavismo. El guerracivilismo es la gran irracionalidad española. El principal lastre de la democracia. Cegó a Felipe González y a Juan Luis Cebrián tras la victoria por mayoría absoluta de José María Aznar. Sirvió como coartada de la alianza de José Luis Rodríguez Zapatero con el extremismo, contra la concordia constitucional. Disuadió a Mariano Rajoy de aprovechar su mayoría para promover una profunda renovación cultural. Es la médula del proyecto regresivo y antidemocrático de Pablo Iglesias. Y explica que un burgués pequeño como Pedro Sánchez cante La internacional puño en alto a las puertas de Ferraz. La exhumación del cadáver de Franco es la recurrencia de una patología. La que sólo Ciudadanos, con su vocación científica, estaba llamado a curar.

Imaginemos la escena. Rivera, brillante orador, se sube a la tribuna, hace una larga pausa y dice: «No». Un «no» hondo, poderoso, razonado. Un «no» en defensa de la verdad histórica y de la reagrupación española. Habría colocado a la izquierda en su rincón y a la derecha ante el espejo. Habría roto el hechizo. Y habría demostrado, por fin, que el centro no es la equidistancia sino la objetividad. El lugar donde rigen lo que Minc llama «las reglas dominantes de la modernidad». Una mirada desprovista de sesgos, sin caspa en los párpados, sin hipotecas de ultratumba. Pocos discursos habrían servido mejor a la causa de una nueva España. Y ninguno tan vibrantemente a la batalla fundacional de Ciudadanos. La decadencia de Cataluña no se entiende al margen de la dinámica guerracivilista. La xenofobia, la mentira y el desprecio a la ley no habrían llegado tan lejos si la izquierda española no se hubiese plegado sistemáticamente al nacionalismo por odio a la derecha. Y si, ante los intentos de deslegitimación –«¡fachas, fachas!»–, la derecha no hubiese agachado una y otra vez la cabeza. El último ejemplo es la decisión de Carmena de ceder el auditorio del Ayuntamiento de Madrid a Puigdemont para la promoción de su delirio, ante el aplauso histérico de Iglesias y el silencio lánguido de Rajoy.

Pero Rivera no se subió a la tribuna. Ni tampoco lo hizo ningún otro diputado en nombre de la razón. Nadie explicó que la memoria es una función de la historia y no al revés. Todos optaron por abrir un viejo sepulcro antes que una nueva etapa. El rencor y el miedo siguen vigentes al sur de los Pirineos. La última esperanza de modernidad se ha abonado a la política de ultratumba. Seguimos en el valle, colgados del muro de los fusilamientos.