El Correo-JAVIER TAJADURA TEJADA

Todo Estado y toda sociedad requieren de élites. No de élites por razón de nacimiento o de posición económica, sino de élites intelectuales y culturales

Durante los últimos días, los títulos académicos de nuestra clase dirigente (la tesis doctoral del presidente del Gobierno y el máster del líder de la oposición) han ocupado el centro de la atención informativa. Si esto sirviese para abrir un debate sobre la situación que atraviesa la Universidad española, por un lado, y sobre el nivel de formación de nuestra clase política, por otro, los lamentables episodios de los últimos días podrían tener un efecto benéfico.

El escándalo de los másteres de la Universidad Rey Juan Carlos se ha llevado ya por delante a una presidenta autonómica y a una ministra de Sanidad y amenaza el futuro de Pablo Casado. La opinión pública ha reaccionado con lógica indignación ante el hecho de que a determinados políticos se les haya facilitado un título de postgrado en condiciones ventajosas. Conviene recordar que este tipo de títulos ha experimentado un incremento espectacular. A día de hoy las universidades ofrecen 5.000 títulos de postgrado propios y 3.900 de másteres. No es fácil en este escenario distinguir los que no sirven para nada de los que ofrecen una formación de calidad. Los mecanismos de control establecidos han fallado clamorosamente. El máster fue el invento (negocio) que se creó para compensar la reducción de contenidos de las carreras universitarias –las antiguas licenciaturas– de cinco a cuatro años –los actuales grados–. Cabe dudar de que ese objetivo se haya cumplido. Lo que es cierto es que ha servido para encarecer el coste de los estudios universitarios y el consiguiente esfuerzo económico de las familias para sufragarlo. La hiperinflación de másteres es una realidad. La cantidad y la calidad no van de la mano.

Este es el «contexto universitario» en el que hay que situar el máster de Casado. El dirigente popular obtuvo un máster de 22 asignaturas mediante la convalidación de 18 de ellas por haber cursado Derecho (la mitad de la carrera, por cierto, en un semestre), sin asistir a clase alguna, y mediante la presentación de unos trabajos de los que solo se ha visto la portada. La tesis del presidente es un supuesto atenuado. Obtuvo un doctorado con la máxima cualificación por la defensa –ante un tribunal cuyos miembros tenían una muy escasa trayectoria investigadora– de una tesis que nadie había podido leer hasta que la hizo pública la semana pasada. Se comprende el interés que tenía Pedro Sánchez en mantenerla oculta: su escasa calidad. La misma razón por la que Casado se niega a hacer públicos sus trabajos de máster.

Desde un punto de vista jurídico-penal, un auto judicial ha advertido de la existencia de posibles delitos en la conducta del líder del PP, que no concurren –y hay que subrayarlo– en la del presidente del Gobierno. Las acusaciones de plagio lanzadas a la ligera se han demostrado infundadas. Sin embargo –dejando a un lado la dimensión penal–, el interrogante a resolver en ambos casos es el mismo. ¿Cursó Pablo Casado el máster con la intención de profundizar en el conocimiento, de mejorar realmente su formación, de aprender, en definitiva? ¿Realizó Pedro Sánchez su tesis con esos propósitos? La respuesta es claramente negativa. El presidente del Gobierno y el líder de la oposición se dejaron llevar por la ‘titulitis’; esto es, antepusieron la obtención del título a la adquisición del conocimiento. ¿Por qué lo hicieron?

Para comprender este fenómeno es preciso distinguir entre dos tipos de dirigente político. El primero es aquel que ingresa en una formación política desde muy joven e inmediatamente empieza a ocupar cargos orgánicos partidistas o de representación (concejal, parlamentario). Estos dirigentes dejan a un lado su formación y priorizan su actividad política. Finalmente, acaban por convertirse en ‘profesionales de la política’ sin haber desempeñado antes profesión alguna. Casado y Sánchez son de este tipo, como lo es la exministra Carmen Montón, que no llegó a ejercer la medicina. Estos políticos tienen la imperiosa necesidad de inflar sus currículos y eso les conduce a la ‘titulitis’.

El segundo tipo de político es aquel que ha adquirido una buena formación y que ha acreditado su valía en el campo de que se trate. Su cualificación y experiencia determina que sea reclamado por los partidos políticos para desempeñar puestos de responsabilidad. Es el caso, por ejemplo, de Soraya Sáenz de Santamaría en el PP o de Josep Borrell en el PSOE. Estos políticos no necesitan inflar sus currículos. Son profesionales de prestigio que pasan a prestar servicio en la política.

Habrá quien tilde de elitista la preferencia por este segundo tipo de dirigente político. Y lo es. Pero se trata de un elitismo imprescindible para el correcto funcionamiento del Estado democrático. Frente a lo que sostiene el populismo, todo Estado y toda sociedad requieren de élites. No de élites por razón de nacimiento o de posición económica, sino de élites intelectuales y culturales. Una de las funciones esenciales de la Universidad es crear y formar esas élites. Naturalmente, para el ejercicio de la política-espectáculo no hace falta preparación intelectual alguna. Pero para el desempeño de la política-administración –que es la única que puede resolver los problemas de los ciudadanos– aquella resulta imprescindible.