IGNACIO CAMACHO-ABC   

El problema de esta intervención laparoscópica es que puede haber quemado el 155 como instrumento coercitivo

COMO en el chiste macabro del tipo que se iba cayendo desde lo alto de un rascacielos, el 155 va bien… por ahora. El resultado final del invento se verá cuando llegue al final, el 21-D: mientras tanto, y al cabo de un mes, la cosa funciona. El «Vietnam administrativo» que temía el Gobierno no se ha producido; no hay emboscadas ni resistencia abierta aunque sí algo de inercia remolona. Nada inquietante, entre otras razones porque la autoridad gubernativa tampoco se ha mostrado especialmente impetuosa. El truco de la convocatoria electoral consistía en que al formularla, la actividad política quedaba reducida a mera rutina, ese trantrán cansino que mejor conviene al estilo marianista. El Estado autoritario y opresor ha comparecido en forma de unos cuantos burócratas muy discretos ante los que nadie puede montar un espectáculo victimista; en vez de desplegar tanquetas en la Diagonal, Interior ha mandado zarpar al execrado barco de Piolín y ha retirado la mitad de los efectivos de Policía. Sin polémicas que atizar ni decisiones de filo que combatir, el independentismo militante se ha hundido en el tedio y la desidia. 

El problema de esta intervención laparoscópica de la autonomía catalana consiste en que ha puesto de relieve las limitaciones del artículo 155. De hecho, lo ha quemado como instrumento coercitivo. La razón esencial por la que Rajoy decidió limitar su aplicación al mínimo fue la dificultad de hacerse cargo de la Generalitat sin disolver el cuerpo legislativo: con un Parlament de mayoría soberanista abierto estaba garantizado el descalzaperros político. El presidente zanjó la cuestión convocando elecciones para evitar lo que más detesta, que es meterse en líos, pero esa decisión ha dejado claro que los poderes excepcionales de la Constitución tienen, ante un caso flagrante de rebeldía, escaso recorrido. Al menos mientras los invoque un Gobierno de talante tan tímido o mientras el célebre artículo carezca de su correspondiente desarrollo normativo. Hace tiempo que su aplicación debió ser regulada por ley pero para meterse en un jardín tan escabroso nunca encontró nadie el momento propicio. En esta crisis ha habido que improvisar; sin embargo a partir de ahora el margen de actuación es exiguo. Aunque el autogobierno siempre se puede volver a suspender ante un nuevo desafío, la próxima vez será menester hacerlo sin elecciones y eso implica el coraje de abordar un procedimiento francamente intrusivo. 

La parte positiva del balance provisional es que lo que había hacer se ha hecho, con un razonable aunque trabajoso consenso, y que el ímpetu nacionalista ha zozobrado al primer golpe serio. Su cohesión era mucho más débil de lo que parecía en los momentos críticos de una insurrección que el Estado nunca debió dejar que llegase tan lejos. Quedará para siempre la duda de lo que nos hubiésemos ahorrado de haber procedido a tiempo.