ISABEL SAN SEBASTIÁN-ABC

EL CONTRAPUNTO Ningún presidente europeo se habría prestado a una patochada como la protagonizada por Sánchez con Torra

EL encuentro de la vergüenza protagonizado el lunes en La Moncloa por Quim Torra y Pedro Sánchez no guarda relación alguna con el interés de España ni mucho menos con su estabilidad. Nada tiene que ver con las reglas de urbanidad democrática o con la democracia a secas. Me atrevería a decir que ni siquiera obedece a un patético intento de apaciguamiento del separatismo encarnado en ese presidente autonómico elegido a última hora a la desesperada, entre los sobreros de la ganadería «indepe», sin otras credenciales que sus escritos racistas. La reunión bochornosa celebrada entre el presidente del Gobierno de España y un individuo que lucía en la solapa un lazo amarillo intolerable para cualquier español demócrata se debe a una única motivación: el ansia del anfitrión por permanecer unos meses más en esa residencia oficial por cuyos jardines paseó, extasiado, con el huésped merced al cual ha podido instalarse allí.

Ningún presidente de ningún Estado europeo se habría prestado a una patochada semejante. ¿Alguien se imagina a Macron, Merkel o May recibiendo con todos los honores a un sujeto portador de una pancarta destinada a denunciar la existencia de presos políticos en su propio país? No ¿verdad? Pues eso es exactamente lo que hizo Sánchez, a las puertas del palacio que pagamos con nuestros impuestos los ciudadanos humillados por su actuación. Arrastrarse ante un personaje a quien él mismo denostaba poco antes, con razón, por sus comentarios y actitudes xenófobas. Prestar oído a sus exigencias abiertamente contrarias a la Constitución aprobada por abrumadora mayoría, la unidad de la nación a la que representa y la igualdad de los españoles a quienes debería servir. Ofrecerle tributos de sumisión en un intento inútil de satisfacer su apetito insaciable. Escuchar dócilmente sus demandas sediciosas y poco menos que pedirle perdón por cumplir días antes con su deber legal de recurrir ante el Tribunal Constitucional la última proclama independentista del «Parlament». Resumiendo, convertirse y convertir al Gobierno en un pelele genuflexo ante el máximo exponente del supremacismo empeñado en separar Cataluña del resto de España, a costa de consumar la ruptura en dos mitades irreconciliables de la propia sociedad catalana e incrementar exponencialmente el riesgo de llegar al conflicto abierto.

¿Cómo se sentirían los españoles de Cataluña, los millones de catalanes que son y se sienten españoles, viendo al presidente de su Ejecutivo claudicar de un modo tan flagrante ante el líder del movimiento secesionista que pretende arrebatarles su nacionalidad y su patria, poniéndose el Estado de Derecho por montera? ¿Qué sensación de desamparo no les atenazaría el alma? ¿Y el juez Llarena? ¿Qué le habrá pasado a él por la cabeza al leer en los periódicos que los paseantes Sánchez y Torra hablaron, entre otras cosas, de eventuales pactos con la Fiscalía en el proceso que instruye el Supremo por el intento de golpe perpetrado el 1 de octubre?

Cuando en el País Vasco corría la sangre, los constitucionalistas sabíamos que nos jugábamos la vida, pero nos quedaba el consuelo de tener a los dirigentes del país de nuestro lado (hasta Zapatero). Eran otros los que recogían nueces. Estaban en Ajuria Enea, no en La Moncloa. Esto es infinitamente peor. La traición a la nación y a la ley perpetrada desde Madrid resulta particularmente descorazonadora para quienes están dando la cara en Barcelona. Tan descorazonadora como vil. Y todo por unos meses más de poltrona…