Porvenir

ABC 31/01/17
DAVID GISTAU

· En una cosa tienen razón los trumpistas y hasta los lepenistas: la Europa del 45 está agotada, ya no da para más

EN España, donde extramuros del sistema sólo cuajaron liderazgos de extrema izquierda, existe un microclima de devoción trumpista que, por cierto, valida en Trump ideas parecidas a las que inspiraban augurios apocalípticos cuando las formulaba Pablo Iglesias –La restauración de la soberanía popular secuestrada por las élites. La lucha contra una «casta» parasitaria. La aversión al libre comercio. La coartada de redención de los perdedores en el darwinismo social. El nacionalismo de país siempre tenso y en movimiento. La restauración de las fronteras y la hostilidad al «globalismo» por lo que tiene de robo de la decisión propia y disolución de la identidad. El antagonismo con la prensa libre que en realidad mentiría por sumisión a la oligarquía y a sus patrones: toda idea contraria a la propia proviene forzosamente de un vendido al que hay que escarmentar–.

Trump ha dado cohesión a extremistas que andaban dispersos y que encontraron en la «Alt-Right» una etiqueta sofisticada con la que escapar de los estigmas castizos. Obrada la desinhibición contra la corrección que los mantuvo aplastados, parece difícil que no terminen simpatizando por añadidura con todos los ungidos por Trump en su Torre, desde Farage hasta Le Pen, para que lleven la buena nueva a Europa. Hasta los líderes más siniestros de nuestro continente poseen de repente un salvoconducto rehabilitador expedido nada menos que por la brillante ciudad sobre la colina. Es como si les hubieran limpiado mediante abracadabra las culpas dinásticas y las analogías históricas, que en el caso francés remitían hasta a los «Cagoulards».

La primera fascinación con Trump se debió a que hacía llorar a los progres. Hace falta haber sobrellevado con verdadera amargura la hegemonía socialdemócrata para legitimar cualquier cosa que le aplique un correctivo. Ahora hay otra fascinación, la que sugiere que Trump y sus sucursales europeas son los únicos hacedores de futuro en los escombros de un régimen occidental muerto: el que empezó a diseñarse con el desembarco de Normandía y forjó la construcción de la Unión con la idea de abolir las fronteras dentro de las cuales germinaron los nacionalismos que causaron millones de muertos por guerra y por genocidio. Derrotar a la URSS formaba parte de ese proyecto que hizo indisociables los destinos de USA y Europa pese a la corrosión interna de los propagandistas comunistas y de los exquisitos de la «gauche-divine». En una cosa tienen razón los trumpistas y hasta los lepenistas: la Europa del 45 está agotada, ya no da para más. Estamos en un contexto histórico parecido a aquel en que hombres «de acción antes que de palabras» ofrecían la única solución dinámica y fundadora en una Europa que también estaba catatónica y herida en términos económicos y sociales. John Lukacs escribió que aquella Europa –incluso Inglaterra, que después fue la única democracia liberal resistente– estaba a medias fascinada por el nazismo y por el comunismo, porque la opción era el estéril letargo burgués.