JON JUARISTI – ABC (03/09/17)

¿Debía el Rey haber asistido a la manifestación de Barcelona?

Osea, presencias reales, como en el ensayo de Steiner. ¿Debía el Rey haber asistido a la manifestación de Barcelona, el pasado 26 de agosto? ¿Era verdaderamente necesaria la presencia real? Quienes esto se preguntan, y son muchos los que se lo preguntan todavía, evitan plantearse dos cuestiones previas: ¿era realmente necesaria la manifestación de Barcelona? ¿Era necesario asistir a esa manifestación, ya se refiriera la cuestión al Rey, a Rajoy o a la ciudadanía en general?

Para responder a ello habrá que dar respuesta antes a otras dos preguntas, en una suerte de ejercicio entre socrático y gallego: ¿sirve para algo este tipo de manifestaciones? Y en caso de que así fuera, ¿a quién o a quiénes sirve?

¿Sirve para amedrentar a los terroristas, para disuadirles de preparar nuevos atentados? Evidentemente no. Más bien, para todo lo contrario. Los terroristas evalúan sus atentados en proporción directa a la repulsa que suscitan. Cuantos más manifestantes deploren y condenen sus fechorías, más seguros estarán del éxito de las mismas. A estos terroristas, recordémoslo, no les importa morir, y pertenecen a aquella categoría a la que se refirió el propio Jesús de Galilea cuando advirtió a sus discípulos: «Llegará un día en que aquel que os mate creerá haber hecho un servicio a Dios». A esa gente no le preocupa el número de sus enemigos. Cuantos más haya, más habrá que matar y nunca faltará trabajo.

¿Sirve para dar cohesión y fuerza a la inmensa muchedumbre de los amenazados? A la vista está que no. La manifestación del 12 de marzo de 2004 en Madrid se saldó con una nación dividida. La del 26 de agosto pasado profundizó en esa división. En la de 2004 se insultó a Aznar; en la de Barcelona, al Rey, a Rajoy, a su gobierno y a España entera. Sin duda, este tipo de manifestaciones sirve para que un número importante de asistentes se sienta íntimamente reconfortado por efecto de la fusión de masa, como los hinchas de un equipo de fútbol, ni más ni menos, y, sobre todo, ratificados en la certeza de su superioridad moral sobre los asesinos, por supuesto, pero también sobre los que no asisten a la manifestación. Mi convicción personal, derivada de experiencias anteriores, es que esta categoría claudica en masa ante las componendas con el enemigo. Son los mismos que ahora se sienten autorizados por su narcisismo moral a proclamar: «No son musulmanes, son terroristas», de modo análogo a como dictaminaban que los de ETA «no son vascos, son asesinos». Evidentemente, no todos los musulmanes son terroristas (ni todos los vascos asesinos), pero los terroristas de Barcelona y Cambrils eran todos musulmanes, como los de los trenes de Atocha. Los etarras no solamente eran vascos, sino nacionalistas vascos. Negar esta última evidencia por mor de un buenismo estúpido condujo a la situación presente, en la que un nacionalismo vasco hegemónico gobierna sin problemas –incluso en Navarra– sobre una oposición reducida a una condición ancilar.

¿Debía el Rey asistir a la manifestación de Barcelona? Ni a rastras. Los organizadores habían planificado su humillación pública desde el primer momento, y a estas alturas no se debe tolerar la mínima burla de los símbolos del Estado, máxime cuando los asesinatos de Barcelona y Cambrils fueron planeados para agravar más, si fuera posible, la crisis provocada por el secesionismo catalán y destruir definitivamente lo poco que queda de la nación. Es decir, de la única nación histórica que hemos tenido, la española. La Cataluña de los independentistas no es más que un proyecto de taifa y sobra decir que esto no es una metáfora. Un proyecto de taifa del Califato global.