EL MUNDO-FRANCISCO ROSELL

Hace años, el malogrado Carlos Cano compuso una coplilla de éxito en la que ponía como chupa de dómine a aquel impostor que se invistió como Papa Clemente, tras fundar la Iglesia Cristiana Palmariana de los Carmelitas de la Santa Faz y erigir una monumental basílica en la pedanía sevillana de El Palmar de Troya, donde dijo habérsele aparecido la Virgen. Con su mezcla de malafollá granaína y de sal gaditana, el cantautor parodió aquel milagro de la Santa Faz. En su estribillo, atendiendo al candor de sus crédulos fieles y de cómo le proveían de cuantiosas donaciones, el bardo le recriminaba con retintín: «Clemente no te quedes con la gente». Pero lo cierto es que «Clemente con la copia se quedó».

Desgraciadamente, a Carlos Cano, quien le sacó punta igualmente a aquel «colócanos a toos» en su popular murga contra Felipe González, le falló su corazón –grande como pocos– y ya no se encuentra por estos pagos para componer una charanga sobre el espectáculo montado por los populistas de todos los partidos a cuenta de quién debe pagar el impuesto de las hipotecas y donde todos sin excepción, si bien en diferente grado, pretenden «quedarse con la gente» como aquel pillo sevillano con tiara y silla gestatoria.

Al cabo de más de 20 años de su última regulación por parte del Gobierno socialista de González, donde se establecía que el abono del Impuesto de Actos Jurídicos Documentados correspondía a los contratantes de la hipoteca, todos simulan caerse del guindo y parecieran apercibirse de circunstancia tan pretérita. Así, en el curso de su urgente rueda de prensa del miércoles, el presidente Sánchez hizo gala de la hipocresía del capitán Renault en Casablanca cuando el mayor alemán Strasser le requiere el cierre del Café de Rick tras desafiarlo abiertamente el disidente Laszlo cantando La Marsellesa. «Pero ¿cómo puedes hacerme esto?», interpela Rick al jefe de la Gendarmería. «Porque es un escándalo: acabo de descubrir que, en este local, se juega…», le replica. Al tiempo, el croupier le desliza a Renault un fajo de billetes susurrándole: «Sus ganancias, señor».

En esa impostura, se han mostrado especialmente desahogados dirigentes como la socialista Susana Díaz y el podemita Pablo Echenique cuando han dispuesto en Andalucía e impulsado en Aragón, respectivamente, incrementos del gravamen del 0,5% al 1% y al 1,5%. Al escuchar tal despliegue de demagogia, toma cuerpo aquello que anotó Marshall McLuhan: «La indignación moral es la típica estrategia con la que el idiota se dota de dignidad». Jugando con cartas marcadas, mantienen el impuesto, en vez de suprimirlo, como cabría exigir dada la alta penalización tributaria que recae sobre la vivienda en España.

Por su parte, el Gobierno y sus socios parlamentarios no han desaprovechado la ocasión, además, para endosarle el muerto a una Justicia que está a pique de un repique y ponerla a los pies de los caballos. Persiguen su sometimiento y pérdida de independencia de cara al juicio a los golpistas del 1-O. La ocasión la pintó calva, desde luego, la Sección Segunda de la Sala de lo contencioso del Tribunal Supremo con su sentencia del 16 de octubre en la que sus magistrados, no ajenos al clima populista reinante en España y mirando al tendido, quebraron la jurisprudencia del Alto Tribunal y establecieron retroactivamente que el impuesto de marras debía correr a cuenta de la banca.

Olvidando que están para aplicar la ley, no para suplantar al legislador, dispararon un obús en la línea de flotación de la seguridad jurídica en España y abrieron una vía de agua en las entidades de crédito, cuyo valor bursátil se desplomó y fuese a pique. Parece claro que una cosa es hacer Justicia para que no perezca el mundo, como decía Hegel, y otra bien distinta es hacer Justicia sin importar que perezca el mundo.

Como agua de mayo, a la espera de que se sustanciase el jugoso aguinaldo prenavideño, se recibió una resolución que beneficiaba a miles de hipotecados de este país, pero que obligaba a la Banca y a sus miles de accionistas a un endoso que, en función de la retroactividad que se determinará, podía oscilar entre 5.000 y 12.000 millones. Tal sacudida financiera movió al Gobierno a tocar a rebato. Ya andaba inquieto éste, como dio cuenta EL MUNDO en las vísperas del pronunciamiento judicial, por el «impacto extremadamente elevado» que puede desatar otro litigio que se libra actualmente en los tribunales de la Unión Europea. Es a propósito del supuesto abuso en la contratación de cientos de miles de créditos hipotecarios referenciados al índice IRPH y a cuyas demandas de los afectados se oponen las autoridades españolas por su efecto desestabilizador.

Por eso, el Gobierno no pudo por menos que respirar aliviado cuando el Pleno de la Sala de lo Contencioso del Tribunal Supremo rectificó y restauró la jurisprudencia alterada por la Sección Segunda. Todo ello después de que el presidente Luis Díez-Picazo, por impericia o negligencia, se hubiera dejado meter un gol en propia puerta en el manejo de asunto tan capital, con claro desdoro del presidente del Alto Tribunal, Carlos Lesmes, quien apadrinó para tan alto oficio a este jurista de prestigio, pero no juez de carrera. Se puede argüir con toda razón que Lesmes y Picazo han sido justamente puestos en la picota. Pero tampoco se puede negar que ellos han evitado, en última instancia, que se consumara lo irremediable y España desembocara en una situación extrema. Dejando las cosas correr, en vez de frenar el desatino, quizá hubieran salido mejor parados y España peor librada.

Conjurado el peligro y con sus sienes libres de sudor frío, al cabo de las dos semanas de vértigo que han mediado entre ambas resoluciones, el doctor Sánchez, ¿supongo? dio un giro de volatinero para ponerse al frente de la manifestación contra un Tribunal Supremo al que acusó poco menos que de ser una especie de esbirro de la Banca en la peor tradición de esos demagogos que allanan el camino a los tiranos de diverso cuño.

A este fin, Sánchez se erigió en justiciero emulando casi el estilo melodramático de Scarlett O’Hara en Lo que el viento se llevó cuando proclama que, «aunque tenga que matar, engañar o robar, jamás volveré a pasar hambre». Así, auguró, aunque sin poner en su caso a Dios alguno por testigo: «Nunca más los españoles tendrán que pagar el tributo de actos jurídicos documentados».

Con ese grado de simplismo, incurría en una de las definiciones más precisas del demagogo: «Aquél que predica doctrinas que sabe falsas a hombres que sabe idiotas». No parece importarle que, a medida que se erosionan las instituciones, se franquea la ocupación del poder por esos embaucadores que, según prevenía ya Aristófanes, son como los pescadores de anguilas. Como no atrapan nada en aguas quietas, remueven el cieno para que su pesca sea buena.

Al igual que, en el rodaje de Casablanca, en el que el guión se iba escribiendo a medida que se filmaba, Sánchez se mueve con el desconcierto de una aturdida Ingrid Bergman que llegaría a preguntarle al director en un momento dado, como el propio presidente puede haberlo hecho con Iván Redondo, su jefe de Gabinete: «Señor Curtiz, ¿de quién se supone que estoy enamorada, de Víctor [su marido y héroe de la resistencia] o de Rick [a quien conoció cuando aquel penaba en un campo de concentración]?». «En principio –fue su réplica–, de los dos. Luego ya veremos». En definitiva, Sánchez gana tiempo al aguardo de lo que dé de sí una legislatura entre neblinas como el aeropuerto del adiós final de los personajes de Bogart y Bergman.

Así, en su encuentro con la prensa, lanzó un órdago verbal contra la Banca –al día siguiente acudió a fotografiarse con Ana Botín, presidenta del Santander– y de fondo contra los jueces del Tribunal Supremo, con la mirada puesta en el juicio que está por llegar contra los golpistas del 1-O. A modo de aviso a navegantes, Sánchez sentenció: «Ayer habló el Tribunal Supremo y mañana lo hará el Gobierno», ergo, el Alto Tribunal podrá condenar a los cabecillas del golpe, pero luego estará el Ejecutivo para liberarlos, como ha hecho con las hipotecas mediante decreto ley.

A cuenta del embrollo judicial con el impuesto de las hipotecas, compromete irresponsablemente al Supremo en el juicio del 1-0. Primero menoscabando su crédito a ojos del ciudadano y menospreciando su independencia, de modo que estos se supediten a las conveniencias de Sánchez con unos socios secesionistas que ya no ocultan su convergencia con los bilduitarras de Otegi, al que el Tribunal de Estrasburgo acaba de blanquear su sanguinaria trayectoria aprovechando un exceso verbal de una incontinente magistrada de la Audiencia Nacional que cayó en sus provocaciones.

Con relación a los presos separatistas, Sánchez emplea lo que los sajones llaman la técnica de cortar salchichón. Consiste básicamente en que, de entrada, nunca se formula el objetivo que se disimula mediante modestas pretensiones que son aceptados sin resistencia por la otra parte hasta que, sumadas esas pequeñas concesiones (lonchas), se culmina el propósito ambicionado. De este modo, Sánchez se ha ido deslizando a un punto en el que sus posicionamientos con relación a la causa sobre el 1-O es ya indistinguible de la de sus socios separatistas.

Tras apoyar el 155 y tener claro la comisión de un delito de rebelión por los cabecillas del procés, critica la prisión provisional, luego sugiere el indulto, después cuestiona al juez instructor, de seguido apoya la tesis del Tribunal alemán sobre el prófugo Puigdemont, a continuación presiona a la Fiscalía para que no se ratifique en su calificación de rebelión, seguidamente obliga a la Abogacía del Estado a apearse de esa apreciación, tras devaluarla a mero gabinete de comunicación, en línea con lo que ya es el CIS, y ahora desacredita al Supremo para que delitos de máxima gravedad se salden con un apaño político.

Éste será un tributo más oneroso que ese impuesto de las hipotecas que, de una u otra manera, seguirán abonando los ciudadanos, aunque haya quienes crean lo contrario. Como aquellos crédulos adeptos del Papa Clemente sobre su milagro de El Palmar de Troya. Una nueva Hermandad de la Santa Faz pretende quedarse con la gente sin que esté aquí Carlos Cano para ponerle estribillo y cantarlo a pleno corazón.