Publicidad fraudulenta

ABC 17/11/16
IGNACIO CAMACHO

· El populismo usa las redes como armas de intoxicación masiva. La publicidad engañosa no está prohibida en política

AQUELLA cínica frase de Mitterrand sobre las promesas electorales, la de que sólo comprometen a quienes se las creen, sería considerada hoy una desfachatez populista. El viejo zorro francés amaba el poder sobre todas las cosas, y en sus intentos de alcanzarlo fue capaz de fingir un atentado. Para conservarlo dio alas a Le Pen padre y mintió a su conveniencia apelando a la razón de Estado, como si fuese un príncipe de Maquiavelo. Pero lo hacía a sabiendas de que en las reglas de juego de la política la mentira tenía un precio. No siempre tocaba pagarlo pero si ocurría no cabía refugiarse en el privilegio.

Los actuales adalides del populismo, en cambio, mienten no sólo con sensación de impunidad, sino con absoluta falta de remordimiento. Trazan diagnósticos falsos y proponen soluciones inviables con la mayor naturalidad porque se sienten a salvo de cualquier reproche, ya que sus discursos siguen la lógica arbitrista del pueblo. Han encontrado en el desordenado universo de internet un campo de Agramante perfecto para sembrar sus mensajes de discordia sin tener que someterlos a ninguna prueba de contraste. Por eso desprecian a los medios tradicionales de comunicación: saben que en el mundo contemporáneo la opinión compartida tiene mucha más fuerza que la publicada, aunque se base en informaciones falsas. Para un buen populista, la verdad está sobrevalorada. Por qué conformarse con un relato veraz, tan aburrido y antipático, si se puede difundir un buen bulo, una seductora patraña.

La victoria de Trump, el éxito del Brexit, el auge de Podemos, o la mitología del soberanismo representan la glorificación del engaño: los eurófobos ingleses tuvieron el cuajo de admitirlo sin empacho. La demolición del prestigio de las élites, también en España, se ha cimentado en gran medida en la transmisión de mensajes adulterados. La campaña del presidente electo americano ha divulgado en la red tal cantidad de calumnias y embustes –uno de los más extendidos fue el del apoyo del Papa– que ha obligado a una cierta contrición, mero postureo, de los responsables de Google y de Facebook. Los de Twitter, que se sepa, aún no han piado. La mayoría de esas noticias inventadas se han propagado desde webs y sitios del Este europeo: la órbita de Putin, el paraíso de los hackers informáticos. Da igual; el mal ya está hecho. Una mentira puede recorrer el mundo mientras la verdad se ata los zapatos.

La publicidad fraudulenta está prohibida en casi todas las sociedades avanzadas para proteger los derechos del consumidor. Pero en la política no rige este veto porque a menudo es el consumidor el que se presta voluntario para socializar la trola a través de las redes sociales, armas de intoxicación masiva, con el fervor propagandístico de un apostolado. En ese sentido tenía razón Mitterrand: la responsabilidad final es de quien avala con su voto su propio engaño.