Jsé luis Zubizarreta-El Correo

La política no se judicializa cuando la Justicia interviene para reubicarla en el lugar del que nunca debió salir, librando a la ciudadanía de sus arbitrariedades

La separación de poderes es un pilar fundamental del Estado de Derecho. Pero separación no significa exclusión de interferencias recíprocas. Ya para la constitución de los órganos judiciales supremos se requiere una intervención de los otros poderes, del ejecutivo y/o del legislativo, que varía en modalidad e intensidad según la legislación de cada Estado. Para su ejercicio, en cambio, el poder judicial se constituye en garantía suprema del ‘Imperio de la Ley’ en todos los ámbitos, y a su control no se sustraen ni el ejecutivo ni el legislativo. Separación no es, pues, exclusión, sino independencia en el desempeño de las funciones que a cada cual corresponden por encima de cualquier interferencia. Conviene recordar más que nunca estas perogrulladas en vísperas de una sentencia, la del ‘procés’, sobre la que ha sobrevolado la sospecha de que forma parte de lo que ha venido en llamarse con excesiva ligereza «judicialización de la política» o indeseable interferencia de la Justicia en cuestiones políticas. Quizá podamos verlo todo más claro, si, olvidándonos de nuestra pequeña realidad, tan minada de emociones y prejuicios, echamos una mirada más amplia y serena hacia el mundo exterior.

En el proceso del Brexit, tan similar, por cierto, en algunos aspectos al catalán, el Tribunal Supremo británico ha intervenido ya un par de veces para parar los pies al poder ejecutivo en su pretensión de esquivar el control del legislativo. Theresa May tuvo que someterse, en contra de su voluntad, a los dictámenes del Parlamento y Boris Johnson ha debido renunciar a su anticipado cierre temporal por orden, en ambos casos, de sendas sentencias de la citada Corte judicial. Verdad es que, a diferencia de lo que ocurre con el Supremo español en este estadio del ‘procés’ catalán, el Tribunal británico actuaba en funciones propias de Constitucional. Pero ni May, en su día, ni Johnson, de momento, se han atrevido a desoír sus sentencias, bien por el respeto debido, bien por temor a los efectos que su desacato habría podido acarrear y que estarán sin duda tipificados en el Derecho propio. Pues, aunque en funciones constitucionales, el carácter estrictamente judicial del Tribunal Supremo británico está fuera de cuestión, al tratarse de una institución de nuevo cuño creada precisamente para depurar las impurezas políticas que lastraban a su predecesora, la Cámara de los Lores. Pues bien, a nadie se le ha ocurrido criticar por indebida o indeseable esta transcendental interferencia de la Justicia en la política. Por contra, todos la han entendido como la mejor prueba de la solidez del sistema y la más eficaz garantía del Imperio de la Ley frente a los desmanes autocráticos.

Volviendo ahora a lo nuestro, no les falta razón a quienes abogan por el ejercicio no judicializado de la política, pero siempre y cuando ésta discurra por los cauces que la Ley tiene establecidos. Cuando esto no ocurre, y el decisionismo se impone a aquella, el Estado de Derecho se remite a la última salvaguarda -el ‘backstop’, por seguir en el Reino Unido- de que dispone: la Justicia. Si la política fracasa en la resolución de los conflictos políticos por medios estrictamente políticos y las normas se subvierten, como ha ocurrido en nuestro caso, no queda otra que apelar a esta garantía. A sabiendas, por supuesto, de que la actuación del poder judicial no depende del arbitrio de quienes lo ejercen, los jueces, sino que se rige por las leyes que el Estado se ha dado a sí mismo a través del poder legislativo. Todo es, por tanto, un juego de interrelaciones regladas que siempre concluye en el Imperio de la Ley como base del Estado de Derecho.

La sentencia de nuestro Tribunal Supremo sobre el ‘procés’ catalán, sea cual sea su fallo, viene a cerrar un ciclo de desatinos políticos. Tiene, además, carácter definitivo. Nada podrá hacer en adelante la política sin tenerla en cuenta como referencia obligada, pues, a no dudar, incluirá pautas para su correcto ejercicio. Así, a la vez que punto final, será punto de partida. Y sean cuales fueren las repercusiones que tenga en la sociedad, desde la decepción en unos hasta la rebeldía en otros, a las instituciones no les quedará otra que acatarla. Mejor más pronto que tarde, pues todo lo que se demore la decisión de reiniciar un nuevo ciclo será tiempo perdido, y todo el daño que se cause, irreparable. La Justicia no anula la función política, sino que la devuelve al lugar del que no debería haber salido, librándonos a todos de sus abusos y arbitrariedades.