FRANCISCO ROSELL-EL MUNDO

La Constitución española ha pasado de ser motivo de orgullo y de referencia para las transiciones democráticas de medio mundo a no tener, en apariencia, quien la defienda. Repudiada incluso por algunos padres putativos, le vale el marbete de La malquerida, una de las pocas obras, junto a Los intereses creados, que no ha caído en el olvido de la vasta panoplia de Jacinto Benavente. Aquel premio Nobel que se hacía perdonar su fama extremando su cojera y cuyo recuerdo se desvanece como su efigie de las monedas de 200 pesetas. Como metáfora del hoy, la casualidad quiere que estos días de diciembre coincidan los aniversarios de aquel drama rural más que centenario y de una Constitución cuarentona a la que algunos codician poner en cuarentena.

En la ardorosa defensa que hizo del dramaturgo madrileño ante las invectivas de Pérez Ayala o de Valle-Inclán, Pemán argüía que algunos querían enterrarlo en la misma fosa que sus marquesas, sus cursis, sus mesitas de té y sus rosas de otoño. Algo parecido ocurre con la generación de la Transición. Se la quiere sepultar junto con una Constitución que, sin ser la más longeva, pues la canovista de 1876 pervivió 48 años, sí que ha contribuido a romper la acrisolada tradición de Cartas Magnas de quita y pon.

En vista de ese poco asiento constitucional, Josep Pla concluyó que «España es uno de los países del mundo que, habiendo concebido más Constituciones –ha hecho un montón–, aún está por constituir». Tan opuesta, por ejemplo, a una Inglaterra que, sin precisar tenerla escrita, la tiene grabada en el sentimiento, en el ánimo y en su costumbre. Ello dota a los británicos de un sentido constitucional que ya quisieran para sí los españoles. Empecinada en hacer historia, España la deshace cual Penélope con el interminable manto con el que daba pares y nones a sus pretendientes. Al no existir norma redonda del todo, esta nuestra de 1978 no iba a ser una excepción. «Nadie [ni nada] es perfecto», advierte cualquiera sin llegar al grado de enamoramiento del prendado millonario de Con faldas y a lo loco. En su apasionado embeleso, no desiste en casarse con quien se disfraza de mujer huyendo de unos matones ni cuando el personaje de Jack Lemmon se desenmascara y clama tratando de hacerle entrar en razón: «¡Soy un hombre!».

A la Constitución se le pueden sacar tantas tachas como sus detractores a Benavente. Pero, más allá de lo desatinado de algunos artículos o su vaguedad suicida –especialmente en el capítulo autonómico o en el educativo–, cualquier descosido se puede zurcir con la misma voluntad que facilitó su parto. Desgraciadamente, su cimentación se ha disgregado en grava que ahora se arrojan unos contra otros. La culpa no cabe endosársela exclusivamente al irredentismo nacionalista, pese a las concesiones hechas persiguiendo el improbable acomodo de quienes nunca pensaron que la Constitución fuera punto de llegada, sino pista de despegue hacia el independentismo.

A este desbarajuste, los partidos nacionales han cooperado estúpidamente vaciando la Constitución por la puerta falsa del artículo 150.2 o avalando Estatutos que alteraban soterradamente la Ley de Leyes. Para garantizarse la mayoría parlamentaria o simplemente tener la fiesta en paz, los sucesivos presidentes de la democracia han antepuesto el acatamiento de Estatutos de relativo respaldo a una Constitución votada ampliamente y a la que han rendido a una posición subsidiaria.

Aunque es patente que una Constitución no son unas inalterables Tablas de la Ley, la prioridad debiera ser soldar sus fracturas y restaurar los nexos de unión. Ello requiere una resuelta acción política, en lugar de abrir en canal una Constitución con un Parlamento transfigurado en Torre de Babel, donde todos gritan (e insultan) y nadie se entiende. Ello sólo originaría que el cuerpo enfermo no saliera vivo de la sala de operaciones. Sin carta náutica ni timonel perspicaz, con cada tripulante marcando rumbos contrapuestos, su reforma capotaría en la bocana del puerto. De hecho, en cuanto se formulan negro sobre blanco algunas enmiendas, se verifica que, más que resolver los problemas, se agrandan. A veces, de modo tan disparatado como aquel marino que, en medio del naufragio, discurre achicar el agua multiplicando los agujeros del bote que se va a pique.

A ojos vista, pasma que, en vez de coser a dos cabos y amarrar fuertemente los descosidos de quienes desbaratan la Constitución, se proponga una especie de Constituqué, esto es, una suerte de artefacto explosivo que haga saltar por los aires la nación española, deconstruida en «nación de naciones», donde se determinaría una relación bilateral. En definitiva, nacioncitas con ínfulas de Estado que exaltarían aquello de «nos, que somos y valemos tanto como vos, pero juntos más que vos, os hacemos Principal entre los iguales, con tal que guardéis nuestros fueros y libertades; y si no, no», atendiendo a la fórmula que los señores feudales imponían al rey de Aragón.

A este fin, hay políticos, catedráticos y círculos empresariales que auspician un futuro Estatuto de Cataluña que, para dar gusto al independentismo, no tuviera que ser refrendado por las Cortes, depositario de la soberanía nacional, lo que sería un modo de autodeterminarse. Amén de postular medidas ya fallidas en Alemania en lo que hace a la reconfiguración del Senado como cámara territorial y eso que allí ningún länder niega formar parte de un todo en el que se reconocen. De hecho, los políticos germanos embridaron una dinámica centrípeta por la que 16 Estados maquinaban para que nadie pudiera hacer nada sin el otro y que delegaba sus decisiones en un inoperante Consejo Federal (Bundesrat) porque los 16 las vetaban de continuo.

Lo esperpéntico es que, una vez que Alemania hace años que escapó de esa trampa reequilibrando el reparto competencial en pro del interés general y reduciendo el poder de veto del Bundesrat sobre el Parlamento (Bundestag), los arbitristas de la situación, buscando conjurar al secesionismo, reivindiquen convertir el Senado en Cámara de las Regiones. Al tener la Cámara Alta la encomienda del artículo 155, esto es, la suspensión de la autonomía, bloquear esa disposición sería lo único que movería a los secesionistas a prestarse al juego. En todo caso, cómo se va a elaborar otra Norma normarum cuando ni dentro de un mismo partido –caso del PSOE, hoy en el Gobierno– hay conformidad en asuntos básicos como el modelo de Estado con el oxímoron del federalismo asimétrico o el trampantojo del «derecho a decidir» que despoja de esa potestad al conjunto de los españoles.

En síntesis, remedios de sofistas que, en realidad, son medios para el sepulcro. Sin la altura de miras y la grandeza de espíritu de los constituyentes, no es posible perfeccionar una Constitución por manifiestamente mejorable que sea, que lo es. Pero los malos políticos, cuando se le acaban las ideas o están en apuros a causa del descrédito, se evaden de la realidad embarcándose en mudanzas constitucionales sin una mínima avenencia entre quienes deben guiarlas. En esas circunstancias, sólo vendrán malos medicamentos que exacerben los padecimientos.

Ningún país serio frivoliza tampoco con que cada generación debe tener su Constitución. Si fuera así, ¿cuántas debería atesorar EEUU desde 1789? Hace dos siglos y medio que conserva prácticamente inalterable la suya, pese a guerras civiles, magnicidios, crash, conflagraciones mundiales, dimisiones presidenciales o masacres como el 11-S. Haciendo tabla rasa y desestimación del interés general, es una irresponsabilidad atropellar una Constitución que conjuró demonios familiares enterrando la quijada de asno de un cainismo que tuvo a España en sostenida contienda civil casi desde la expulsión del invasor napoleónico hasta la Transición y que ahora algunos apetecen suicidamente revivir. Ya escribió Faulkner que «el pasado nunca desaparece; ni siquiera es el pasado».

Más que empeñarse en el desiderátum de otra Constitución cuando no hay coincidencia ni en el diagnóstico ni en el tratamiento, el celo habría que ponerlo en garantizar su cumplimiento y preservar la igualdad de todo ciudadano, al margen del rincón donde habite. De hecho, su incumplimiento permite la desmembración de la nación que articula y que facilita que ésta se la borre gradualmente merced a una clase política que no está dispuesta a mudar su manera de gobernar, sino a variar de leyes. Como si éstas dispusieran de una virtud taumatúrgica que les hiciera invertir el estado de las cosas con su promulgación. No es menester tanto constituciones de nuevo cuño, como gobernantes dispuestos a hacerlas valer. No hay ley redentora alguna cuando, parafraseando a un egregio prócer de la Restauración, «gobiernan los mismos hombres que nos perdieron, los mismos partidos que no tuvieron inspiración, energía ni patriotismo en los momentos críticos y que, como si hubiesen sido triunfadores, siguen repartiéndose la nación empobrecida».

En esta encrucijada, conviene preguntarse qué es lo que les ha hecho la pobre Constitución a quienes, en vista del mal trato a que la someten, habría que exigirles que apartaran sus manos de ella y la resguardaran de mayores estropicios. A esta Constitución, ahora malquerida, hay que insuflarle, al cabo de 40 años, el espíritu perdido que la vigorice para afrontar desafíos tan apremiantes como el independentista y el de quienes pugnan por reabrir la Caja de Pandora del guerracivilismo. A la sazón socios de un presidente del Gobierno como Pedro Sánchez que parece borrar de la memoria que esa Constitución es obra de un PSOE escarmentado, como el conjunto de formaciones políticas, de los errores que abocaron a España a una conflagración fratricida.

Hay que insistir en ello tantas veces como sea pertinente, pues como aducía Benavente ante quienes le reprochaban la reiteración de frases en sus dramas: «La primera es para que la oigan, la segunda para que la escuchen y la tercera para que la entiendan».