Qué hay tras el ‘fenómeno Trump’

FELIPE FERNÁNDEZ-ARMESTO – EL MUNDO – 29/04/16

· El autor sostiene que el polémico aspirante republicano a convertirse en el candidato arrastra a las masas, desconcertadas, en una época de cambios porque él ofrece certidumbre.

«Ha sido la peor conferencia a la que haya asistido en toda la vida». El juicio no me ofendió pero sí me sorprendió, porque, al terminar mi charla en la Universidad de Arizona, había estallado un aplauso cerrado. Salí, en mi inocencia, pensando que había acertado. Empero, en el aperitivo comprobé que esa persona no era la única que disentía de la opinión de la mayoría de los asistentes. Una sección del público en el fondo del aula se mantuvo sentada, en un silencio opresivo. Y no porque la charla no hubiera sido elocuente, entretenida, instructiva o plagada de datos originales y curiosos.

El motivo del enojo de los discrepantes era sencillamente que les fastidió mi tesis de que la población hispana de Estados Unidos contribuía positivamente tanto a la formación histórica del país como a su bienestar y sus perspectivas actuales. Un encuentro, desde luego, posmoderno, en el cual los hechos no cuentan nada y la subjetividad sustituye al juicio bien informado. Fue así que me di cuenta de la profundidad de las divisiones que desgarran a la sociedad estadounidense. Y logré comprender el fenómeno más desconcertante de la política actual del país: el fenómeno Trump.

Es fácil engañarse contemplando la política norteamericana, ya que, desde una óptica española, parece un país tranquilo, de ambiente sosegado. Sólo hay dos partidos, casi calcados –uno conservador y el otro reaccionario, como solía decir Gore Vidal–. No hay revolucionarios ni anarquistas ni existe esa izquierda a la española, desaseada y despeinada. La opción más radical es Bernie Sanders, un abuelito septuagenario que derrama benevolencia. La casi totalidad de la población comparte una misma visión –el notorio sueño estadounidense– con una misma ética de individualismo capitalista, y una misma ideología democrática. Casi todos son patriotas, que alzan la bandera y cantan el himno nacional con la mano en el corazón. Hay extremistas y secesionistas –pero muy pocos– y, según el juicio de los demás, locos, crédulos y deleznables. Pero bajo la superficie de esta supuesta unanimidad existen dos naciones recíprocamente ininteligibles, de optimistas y pesimistas, respectivamente. Los que confían en poder seguir soñando se oponen a los que odian el presente y temen el futuro.

Los pesimistas son, típicamente, pobres que se resienten del peso político de los plutócratas que dominan los órganos del Estado. Les gusta Trump no porque sea un millonario –ya que todo el mundo sabe perfectamente que sus manifestaciones de ser inmensamente rico son falsas; que su fortuna personal es modesta; y que su imperio es raquítico– sino porque desafía a esos plutócratas. Los pesimistas, por su parte, son mayoritariamente blancos, que saben que se están convirtiendo en una raza minoritaria en su propio país, junto a una población creciente de negros, hispanos y asiáticos.

Conscientes de que sus antepasados oprimían y explotaban a minorías raciales, tienen miedo de las consecuencias que puedan rebotar sobre ellos. «No os echaremos del país cuando sea nuestro –repite a modo de broma el cómico hispano Junot Díaz–. Os permitiremos que nos limpiéis los retretes». El chiste lleva matices amenazadores. Por eso, la superchería de Trump de erigir un muro para excluir a los inmigrantes le parece a esa gente aterrorizada una solución práctica y perfecta.

Los trumpistas son, al fin y al cabo, gente poco educada, de una cultura muy cerrada e introspectiva, que teme, sobre todo, perder sus tradiciones: su idioma, más o menos inglés –que hablan mal, pero que es el único que saben–; su comida –intragable y poco sana, pero que se ha convertido en símbolo de una identidad, nutrida por hamburguesas, perritos calientes y la torta de manzana que solía ser casera pero que ya se consume industrial–; y su religión –dura, bíblica e irracional–, que se ve amenazada tanto por el catolicismo como por el islam y otras religiones de importación, y, aún más, por el humanismo laico de las élites. Por tanto, acuden a Trump, que promete proscribir el extranjerote, reivindicar la torta a costa del taco, perseguir a los abortistas y demás liberales y bombardear a los islamistas.

Quienes apuestan por él no entienden el porqué de los hechos que experimentan, pero son conscientes de que el mundo en que crecieron está tocando a su fin: que el siglo norteamericano se ha acabado y que estamos frente a uno nuevo, en el que predominarán extranjeros y enemigos: chinos, iraníes y otros desconocidos exóticos e incomprensibles. China, comentan los expertos, está llamada a sustituir en el futuro a Estados Unidos como la gran superpotencia mundial. «Make America great again», les contesta Trump. Y sus espíritus responden, su ánimo se recupera. «Yo tengo las soluciones», parece asegurar. «Confíen en mí. Edificaré un muro. Aplastaré a nuestros amigos. Cambiaré política por negocio. Haré desaparecer sus problemas».

Trump es un fenómeno típico de épocas de cambio rápido y desconcertante. Una de las paradojas de los valores humanos es que la mayoría mostramos a la vez una cierta impaciencia por el cambio y un fuerte prejuicio conservador a favor de lo ya conocido. El cambio puede ser bueno, pero siempre es peligroso. Cuando la gente siente la amenaza del cambio, intenta aumentar su seguridad, como un niño que se aferra a su chupete. Cuando no entienden lo que les está pasando, los votantes entran en pánico. Una corriente de miedo azota la sociedad como si fuera el látigo de un flagelante. Como reacción a la sensación de inseguridad cada vez mayor, los electores sucumben ante los hombrecitos ruidosos y sus soluciones simplistas. Las religiones caen en el dogmatismo y el fundamentalismo.

La masa se ensaña con los supuestos agentes del cambio, especialmente –es lo más habitual– con los inmigrantes y las instituciones internacionales. Así sucedió en los años 30. Lo actual es en ciertos aspectos más inquietante para la masa trumpista y sus análogas en otras zonas del mundo. El mundo parece ahora un lugar aún más peligroso que antes: de hecho, toda la tranquilidad que nos regaló el final de la Guerra Fría y la supuesta convergencia global de los valores políticos. Cada nueva noticia de un nuevo avance nos muestra la creciente urgencia de las aceleraciones del cambio, provocando ansiedad por el futuro, miedo, desconcierto y resentimiento.

Las soluciones engañosamente simples y que se venden maliciosamente como definitivas atraen a los electorados agitados por el miedo al cambio. La gente parece encantada de abrazar el programa abusivo de un demagogo. En el mundo de la economía, se reproducen imágenes de pánico en las bolsas y en las calles cada vez que las sacudidas propias de la economía moderna acaban con una moneda, hacen quebrar los bancos, revientan empresas o arrasan los mercados.

La economía se tambalea peligrosamente entre tanta crisis mal resuelta, contribuyendo a que se genere un gran desequilibrio psicológico en todo el mundo y a que se aumente la neurosis y psicosis de la vida moderna. Bajo la superficie del cambio político y económico asoma el miedo a la inestabilidad en las fuentes más preciosas de identidad: lo que uno po dría llamar los fundamentos de la tradición que da a los que los respetan la sensación de tener un lugar propio y establecido en el mundo. Los cambios culturales, cuando se producen rápidamente y en muchos lugares a la vez, modifican el sentido de identidad de la gente. Incluso si un joven Rip van Winkle se despertara hoy, después de una siestecita, se encontraría en un mundo nuevo sin apenas referentes a los que agarrarse.

Si Donald Trump acabara ganando la candidatura a la presidencia por el Partido Republicano, la inestabilidad y, por tanto, el miedo prevaleciente, aumentarán más que nunca. Pero habrá, por lo menos, una persona racional y sagaz que se sentirá muy feliz. Cuando Trump se presentó por primera vez, mi mujer me propuso una apuesta. «Te apuesto, –me dijo– que logrará ser el candidato republicano». «De acuerdo», contesté, pensando que sería la mejor apuesta de mi vida. «¡Hasta el último centavo!». ¿Me comprará la apuesta, querido lector, a precio muy barato?

Felipe Fernández-Armesto es historiador y titular de la cátedra William P. Reynolds de Artes y Letras de la Universidad de Notre Dame (Indiana, EEUU).