Juan F. López Aguilar-El País

Las Constituciones se defienden reformándolas, como hacen todas las democracias avanzadas y maduras

Hace años que los congresos de constitucionalistas españoles reflejan un estado de opinión largamente favorable a la reforma constitucional. A su oportunidad, a su necesidad. Y, últimamente, a su urgencia. Pregunta: si, desde posiciones científicas distanciadas entre sí, pueden ponerse de acuerdo tantos especialistas… ¿por qué la política no? La respuesta: pende, ahora, de la comisión parlamentaria a iniciativa socialista que arranca a rebufo de una crisis como no habíamos visto otra. Trabajo tiene por delante, con razones y motivos acumulados de tanto posponer lo inevitable.

 1. Las Constituciones se defienden reformándolas. Preservar la utilidad de los pactos de la Transición y de la Constitución del 78 —rígida y por tanto blindada (arts.167 y 168 CE)— exige, tras 40 años, disponerse a retocarla en lo que haya perdido sintonía con los tiempos. Con altura de miras, luz larga, coraje político ante retos descomunales: ¿cómo revalidar la participación y la protección social ante la globalización y la digitalización? Eso es exactamente lo que hacen todas las democracias avanzadas y maduras. La de EE UU ha sido modificada en 27 ocasiones. La alemana, en 59 (por cierto, ninguna de las dos, nunca, por referéndum). Las Constituciones francesa, italiana o portuguesa (piénsese que Portugal transitó a la democracia desde una larga dictadura con dificultades parejas a las nuestras) han experimentado enmiendas que no solo no han perjudicado su crédito y solidez sino que los han relanzado. Europa nos está mirando.

¿Acaso los españoles de las generaciones vivas no aprenderemos de la historia a reformar de una vez, civilizadamente, nuestra Constitución conforme a sus propias reglas? Contrariamente, se ha abusado de un fetichismo constitucional que invoca la letra de la ley con la furia del converso, sin habérsela leído, ignorando sus valores, o trastocándola en martillo con el que estigmatizar a quienes propugnen cambios. Tan contumaz negativa, no ya a acometer reformas sino tan siquiera a hablarlas, ha sido contraproducente frente a las embestidas del populismo y del nacionalismo reaccionario desde un grotesco “antifranquismo” ¡42 años después de la muerte de Franco! Ha prolongado la inercia de la “fragilidad” de una “democracia joven” que viene envejeciendo mal. Y ha deteriorado, a la postre, la madurez integradora que es capital en la vida de toda Constitución.

Nuestra arquitectura constitucional muestra a estas alturas ‘fatiga de materiales’ y urge su restauración para su mantenimiento

Duele que en la historia de España no haya arraigado una cultura y práctica de las reformas de acuerdo con las previsiones vigentes en cada momento. Basta releer a Galdós para abismarse a la evidencia de que cada “nuevo orden” se edificó sobre la demolición y los escombros del previo. Y normalmente después de la recurrente disrupción de asonadas, cuartelazos, pronunciamientos, sublevaciones, “alzamientos”, fusilamientos masivos, guerras civiles, golpes una y otra vez, y derramamiento de sangre, llevándose por delante a millones de españoles hasta avanzado el siglo XX.

Particularmente cínico ha devenido el desafío a que “se diga de una vez qué artículo concreto haría falta reformar”. Sorprende tan refractaria procacidad porque la literatura académica sobre la obsolescencia de una parte del articulado de la CE resulta ya inabarcable. Y porque el compromiso contraído con la apertura de ese ciclo no anticipa el resultado: es falso que el consenso preceda a la conversación sobre la Constitución… ni en el 78 ni 40 años después. Ningún acuerdo es premisa ni precondición del debate, sino su desembocadura. Así se hizo en los setenta. Y así deberá hacerse ahora. Y es cierto: los objetivos preferentes varían según quién, y sobre qué, opine de cada asunto. En función de las prioridades, valores y motivaciones de los diferentes actores en una discusión plural. Pero nuestra arquitectura constitucional muestra a estas alturas fatiga de materiales y urge su restauración para su mantenimiento frente a la caricatura insultante de su deslegitimación por el populismo distópico y por el secesionismo. El rebrote virulento de una peyorativa imagen en el exterior —el independentismo ha invertido mucho en perjudicarla en la UE— acentúa la perentoria alerta de la iniciativa. La comisión del Congreso habrá de trabajarse en serio su liderazgo convincente, en un ciclo meditado de negociación arriesgada, acuerdo y, solo al final, referéndum

2. Ya en 2004 el PSOE concurrió a las elecciones generales con cuatro asuntos de reforma que continúan en suspense 14 años después: cláusula UE en la CE; sucesión de la Corona; autonomías (identidades, competencias, financiación, lealtad, cooperación y hechos diferenciales); y, cómo no, la todavía italianizada (por su cronificación) «reforma pendiente del Senado». Desde su Conferencia Política de 2012, la apuesta socialista incluye, entre otros propósitos, una «España federal». El actual Título VIII (que por ninguna parte constitucionaliza ningún “Estado autonómico”: solo lo hizo posible), es todo él, a estas alturas, cláusula transitoria. La mayor parte de sus artículos fueron dispositivos, y luego sobreseídos por la acumulación de posteriores convenciones y por la jurisprudencia del TC («bloque de constitucionalidad»). Y es que, contra los prejuicios arraigados en España, “federar” nunca es «desunir»: al contrario, es pactar la Unión, y hacerlo en la Constitución. Garantizando la unidad y voluntad de las partes de vivir juntos (las comunidades autónomas) y de los ciudadanos aunados en sujeto común. Y urge federalizar —en 2018— no solo para Cataluña: los independentistas solo serán superados por una apuesta que acomode su identidad nacional si es lo bastante atractiva y movilizadora como para ganar en las ideas y en los estatutos de ciudadanía compatibles.

3. Para cortar tanta tela, la comisión del Congreso habrá de trabajarse en serio su liderazgo convincente, en un ciclo meditado de negociación arriesgada, acuerdo y, solo al final, referéndum, tan ambicioso y valiente como exija la respuesta frente a la desafección. Su tarea podría cumplir cinco objetivos. Todos, simultáneamente, a validar por la vía agravada del artículo 168 CE, que exige dos elecciones (las Cortes de la iniciativa, y las de su ratificación, por 2/3 de cada una de las Cámaras) y aprobación en referéndum de todos los españoles, que actuaría como instrumento de relegitimación intergeneracional y ocasión de suturar una fractura en Cataluña cuya enormidad requerirá tiempo y política a raudales. Enumero:

a) Histórico: la reforma agravada cumpliría la función de certificar un acta de maduración de la democracia española, superando un historial traumático, acometiendo ¡al fin! positivamente una revisión de la CE por las vías en ella establecidas. b) Simbólico: reiniciaría una época reseteando un tablero desgastado por el uso. c) Social: abriría cauce al reenganche generacional de las cohortes más jóvenes, en las que la narrativa de la Transición ha perdido su eficacia. d) Jurídico: un referéndum sería la única fuente de convalidación para el reconocimiento de singularidades expresas dentro de la unidad; lo que es crucial en Cataluña, cuya ciudadanía ejercería su «derecho a decidir» y su identidad nacional dentro de reglas acordadas, sin romperlas ni violarlas. Y, esperablemente, daría respaldo con su voto a una solución conjunta que seguiría siendo España para otra generación. e) Político: en fin, desatascaría el nudo de la disputa catalana con una ventana a la esperanza de reparar los destrozos provocados por la Declaración Unilateral de Independencia. Y no, insisto otra vez, para “apaciguar” a los secesionistas, sino para una nueva convivencia que no sea cruda conllevancia resignada a los embates del nacionalpopulismo.

Juan F. López Aguilar es catedrático de Derecho Constitucional y eurodiputado.