MAITE PAGAZAURTUNDUA-EL MUNDO

La autora lamenta que se sigan usando de forma partidista y como arma arrojadiza cuestiones de nuestro pasado reciente. No comprende que en cambio se olvide la concordia que alumbró nuestra Constitución.

HACE MENOS DE UN año que fui a conocer el Valle de los Caídos. Quería formarme una opinión personal sobre la parte monumental y sobre los símbolos que alberga este lugar.

Somos animales simbólicos y nuestra Constitución es, al tiempo, un instrumento político y el símbolo de que nuestros mayores aprendieron a superar una dictadura tras una guerra sin volver a matarse. Votaron vivir en una democracia. La Unión Europea también surgió de las cenizas de una terrible contienda que segó decenas de millones de vidas.

Nuestros mayores aprendieron del pasado para no regresar al dogmatismo ideológico que ciega y no arregla nada, a los polos, a las trincheras, a la falta de consenso sobre los intereses comunes. Lo hicieron para no regresar a los discursos que deshumanizan al distinto, que llevan al odio, a las venganzas y a las represalias. Nuestros mayores procuraron incorporar la diversidad cultural y lingüística y un modelo político descentralizado. No querían que ninguna de las dos Españas nos helara el corazón. En las manifestaciones tras la muerte de Franco se pedía «Libertad, Amnistía y Estatuto de Autonomía». Se cantaba por la libertad sin ira.

En los años 30 del siglo pasado, que algunos sólo miran con un ojo abierto, la política española se convirtió en algo mucho peor que un barrizal, fue la antesala del infierno. El periodista César González Ruano da el tono de la época cuando escribe en el periódico ABC que «de un tiempo a esta parte, la política en España no es más que un vomitivo. La tosquedad y la vileza de las izquierdas (…) y la sordidez de las derechas, cuyos capitalistas creen que lo son del derecho divino, sinonimizando la patria con sus cuentas corrientes (…) hace poco menos que imposible seguir pensando en esa broma pesada que es la política».

Tantas décadas después, en 2018, en España hay muchos antifranquistas, pero pocos lo fueron en los años 50 y 60, como tampoco la mayoría lo fue en los años 70 si vamos a ser sinceros. Los comportamientos personales miran muchas veces por el interés particular y familiar y Franco, el dictador, se murió, de puro viejo, en la cama. Y hubo una ley de amnistía y una ley de transición a la democracia votada por la mayoría. Así llegó una democracia joven y vulnerable, con lagunas de memoria histórica, sin duda.

Había nevado cuando llegué al Valle de los Caídos. Casi 40 años después de la aprobación de la Constitución de la restauración democrática.

Pienso ahora que el consenso sobre la memoria histórica requiere un gran liderazgo y que no lo ha tenido en tiempos de ninguno de los presidentes socialistas o populares, tal vez porque para eso hace falta un tipo de sosiego que nos faltaba, porque seguimos enterrando durante largos años a los que ETA asesinó. Pero esperaban los cuerpos en las fosas y en las cunetas, los hubiera matado quien los hubiera matado, en aquelarre brutal o con frialdad burocrática, y necesitaban ser enterrados o, al menos, dignificados dentro de nuestro régimen democrático. Dentro de nuestro régimen, por todos nosotros. Y en muchas ocasiones se desenterró con cicatería, sin el apoyo social que habría sido reparador.

Lamentablemente, el presidente José Luis Rodríguez Zapatero, cuando en el Gobierno decidió dar preferencia a la cuestión de la memoria histórica, no buscaba consensuar una manera de unirnos, para enfrentarnos al feo espejo de la tragedia del pasado; no, él pretendió desde el primer momento utilizarla como la herramienta ideológica de mayor alcance electoral para arrinconar a sus adversarios políticos y generar alianzas electorales con fuerzas nacionalistas, justo las que tan pronto fueron desleales al gran pacto constitucional de hace 40 años.

El Valle de los Caídos manifiesta la ideología del nacionalcatolicismo y el protagonismo de la tumba de José Antonio le dota de un significado ineludible. La visión del perdón mutuo y de la reconciliación tras la Guerra Civil está lastrado por los límites de la mirada del que tiene el poder y, por eso, muchas de sus víctimas no obtuvieron consuelo en él. No fue pactado, sino impuesto. Otra cosa es que dentro de muchos años se pueda llegar a ver como la manifestación del arte del poder de una época histórica, pero todavía en la actualidad es un símbolo que hiere a muchos, aunque prefieran no meter ruido.

HAY VÍCTIMAS directas de la dictadura, pocas, sobre todo los hijos de los antifranquistas encarcelados en los peores tiempos, o supervivientes de torturas, o familiares de estudiantes que, como Enrique Ruano fue asesinado en 1969, cuando algunos miembros de la Brigada Político Social lo tiraron por la ventana, como ahora mismo hacen en la Venezuela de Maduro. Pienso que también están vivos muchos de los que fueron encarcelados por su condición sexual.

Durante décadas no les preguntamos cómo se sentían, del mismo modo que había víctimas de ETA a las que no les preguntamos sobre la impunidad de los crímenes recientes que quedaron enterrados bajo la ley de amnistía.

El mausoleo no es la cuestión prioritaria de este momento político, ciertamente; pero puesto que es el arma arrojadiza de unos oportunistas políticos en el Gobierno y de otros que desean derrumbar lo mejor que nos legaron nuestros mayores, conviene afrontar la necesidad de un consenso sin ira, de una vez.

El régimen constitucional es nuestro gran legado y la sociedad actual está a años luz de la España pobre, analfabeta y desigual que parió un siglo XX, con dictadura de Primo de Rivera, sanjurjada, golpe revolucionario del 34 en plena Segunda República, convulsiones violentas, clericalismo y anticlericalismo feroces, asesinatos políticos y quema de conventos, el golpe militar del 36, la Guerra Civil y la dictadura franquista, entre otras pulsiones antidemocráticas.

Me parece que podemos plantear la necesidad de transformar todo enfoque maniqueo en la petición de un consenso mayoritario para la tarea pendiente de vaciar de contenido los símbolos residuales de los tiempos de la dictadura política y salir del juego embarrado con el apoyo de historiadores rigurosos y de filósofos para hacer el trabajo pendiente.

Ésta, la actual, no es la manera.

Maite Pagazaurtundua es europarlamentaria.