RAFAEL AGUIRRE-El Correo

Setién era consciente de que sus postulados políticos iban más allá de lo pertinente en un obispo. De profundas convicciones y gran personalidad, no fue un referente de comunión

Me piden una reflexión sobre D. José María Setién, que acaba de fallecer. Se me hace muy difícil dar con el tono adecuado que las circunstancias requieren. Mantuve con Setién una relación cordial y, a la vez, de discrepancia profunda y creciente, que he razonado con frecuencia en público. En estos momentos prevalecen en mí los sentimientos de respeto hacia su persona y de reconocimiento de su entrega apasionada a su misión. Lo he dudado mucho, pero creo que D. José María no me reprocharía si ahora vuelvo sobre lo que en varias sesiones discutí con él.

Setién ha sido una de las grandes personalidades de la sociedad vasca de estas últimas décadas, cuya influencia desbordaba con mucho las fronteras eclesiales y se proyectaba sobre la vida social y política. Volcó su magisterio en torno al tema de ETA, con las complejidades en que lo contextualizaba, volviendo una y otra vez sobre él (eran famosas sus pastorales de antes de Navidades), de modo que lo que decía, en la práctica, se convertía en la palabra de la Iglesia vasca. Sus declaraciones y actitudes resultaban enormemente polémicas. Algunos le estigmatizaban injustamente como cercano a ETA; otros consideraban que era tibio y ambiguo en la condena de «la violencia armada» (evitaba la expresión «terrorismo») y les parecía que equiparaba, a veces, esta violencia con la legítima del Estado; otros muchos, sobre todo en Gipuzkoa y en el País Vasco, le apoyaban con entusiasmo. Y es que el magisterio de Setién se metía por vericuetos más que resbaladizos, que no contribuían a la claridad de lo primero y decisivamente importante: condenar a ETA y a su ideología, y legitimar el Estado democrático. Su planteamiento era que la violencia de ETA, a la que siempre condenó de forma rotunda, respondía a un conflicto político de fondo que existe en el País Vasco. ETA no desaparecerá si no se actúa sobre las raíces políticas de las que vive. Si queremos paz «hay que pagar un precio político».

Un texto especialmente relevante de Setién es la conferencia que pronunció en el Club Siglo XXI de Madrid en noviembre de 1988. Afirmó que el Estatuto de Gernika no era un marco jurídico-político válido para la Euskadi actual y añadió que «no disponemos de los mecanismos sociales e institucionales de cuya puesta en acción pueda lograrse un proyecto global» que pueda resolver el problema político vasco. Setién desbordaba así al nacionalismo hegemónico y asumía los postulados políticos del abertzalismo radical y rupturista de HB y ETA. Él mismo era consciente de que iba más allá de lo pertinente en un obispo, porque poco antes de las palabras citadas reconocía que «no es este un aspecto que entre en mi competencia directa».

Setién condenaba la violencia de ETA como también las del GAL o las extralimitaciones de las fuerzas del Estado, pero su planteamiento de que había que negociar las pretensiones políticas de ETA no ayudaba en nada a disuadir a la banda terrorista de sus barbaridades, sino que, más bien, contribuía a alentar sus esperanzas de que insistiendo algo conseguiría. Los acontecimientos han demostrado que había que tomar medidas políticas para acabar con ETA, pero de un signo opuesto: ilegalizar los partidos que no condenaban la violencia, penar la apología del terrorismo, formar una alianza antiterrorista suprapartidista, afianzar la cooperación internacional. Así la democracia ha vencido a ETA. Hay que reafirmar que respetar la legalidad democrática es un principio clave de la ética política.

He discrepado de Setién ideológicamente, pero jamás he dudado de su honda preocupación por normalizar la vida de la sociedad vasca (él diría «de nuestro pueblo»). También es verdad que por su misma perspectiva ideológica, por una aparente frialdad y, según dicen, timidez, no tuvo con las víctimas del terrorismo la empatía y los gestos que cabía esperar. Maite Pagaza acuñó la expresión «corazón de hielo» cuando Setién pasó de largo a pocos metros de los hijos de Aldaya que sostenían una pancarta pidiendo la libertad de su padre.

De Setién se destaca que era un gran intelectual. Su formación era canónica y jurídica, y profesaba un jusnaturalismo escolástico como se manifiesta en sus textos, siempre muy matizados y que exigen una lectura muy atenta. Este trasfondo ideológico explica uno de los postulados claves de su ética, que afirma que el pueblo vasco es «un sujeto político originario», mientras que otras realidades políticas –léase los estados– se configuran a través de procesos históricos contingentes. ¿Dónde está, quién es ese pueblo inmune a la historia, de personalidad tan clara y homogénea?

Setién no solo tenía convicciones profundas, sino una gran personalidad. Destacaba en un episcopado generalmente muy gris y uniforme. Tenía clara conciencia de que el obispo es la máxima autoridad en su diócesis y no se dejaba pisar el terreno ni por el nuncio ni por la Conferencia Episcopal. También ejercía esta autoridad en el seno de su Iglesia con contundencia y con el aval que, ante muchos, le daba las descalificaciones, con frecuencia, injustas que llegaban de fuera.

Por todo lo dicho se explica que fuese muy controvertido en el seno mismo de la Iglesia guipuzcoana, en la que ciertamente no era un referente de comunión. La situación era muy complicada, la politización enorme, había miles de amenazados, el terrorismo distorsionaba radicalmente la vida social, el cristianismo retrocedía alarmantemente… En este panorama Setién arriesgó mucho y lo hizo desde una perspectiva ética inevitablemente condicionada por circunstancias sociales y afinidades personales, lo que se resistía a reconocer.

Mi escrito tiene una dosis de crítica porque Setién no se andaba con paños calientes. No era un obispo del montón ni un ‘carrierista’ eclesiástico. Su dimensión política ha oscurecido otros aspectos muy ricos de su personalidad, de su vivencia cristiana y de su actividad pastoral. Estoy seguro que salían de lo más hondo de su corazón las palabras con que se despidió de sus diocesanos cuando cesó, antes del plazo previsto, como obispo de Gipuzkoa: «Quiero deciros que a todos os he querido y sigo queriéndoos de verdad, aunque no haya sido capaz de mostraros a todos el afecto sincero que hacia todos he tenido. O que, al menos, no he sabido hacerlo en el modo en el que lo hubierais deseado o incluso en el que hubiérais tenido derecho a esperar».