IGNACIO CAMACHO-ABC

La estrategia de acoso de la izquierda recuerda a la de 2003. A Rajoy le alcanzó de rebote pero ahora van a por él

COMO Mariano Rajoy es un hombre de buena memoria –sus adversarios dicen que demasiado buena para los agravios– debe de recordar bien lo que ocurrió en España hace quince años. En 2003, a propósito del Prestige y de la guerra de Irak, el Gobierno de Aznar, del que formaba parte, sufrió en las calles un hostigamiento pertinaz, abrasivo, despiadado, que el actual presidente tuvo que lidiar en primera persona cuando el de entonces le mandó a gestionar la crisis de aquel maldito barco. El acoso fue la clave del desgaste que primero socavó la mayoría del PP y luego la tumbó en los tres infaustos días de marzo de 2004, ya con el propio Rajoy como candidato. Todo lo que padeció en aquel tiempo resultó una experiencia lo bastante dura para haberla olvidado.

Ése es el clima de crispación al que quiere volver la izquierda. Como entonces, tampoco el PSOE controla directamente la movilización callejera, pero Sánchez no rechazará, como tampoco lo hizo Zapatero, la tentación de aprovecharse de ella. No estará en la algarada, que corre a cuenta de Podemos, pero sí en la protesta, que tratará de instrumentar en su beneficio para no cederle terreno a Pablo Iglesias. Un Iglesias que, por cierto, ha presumido en alguna ocasión de haber orquestado el «pásalo» de aquella víspera electoral turbulenta. Detalle menor: lo principal es que se repite la estrategia. A principios de siglo no había redes sociales ni la oposición contaba con televisiones de cabecera. Hoy existe, además, un ambiente estructural de revuelta que ha otorgado una importante masa crítica parlamentaria, y el gobierno de las principales ciudades, a un partido antisistema. Faltan, claro, un Prestige y una guerra, pero hay un combustible de descontento y potencia mediática suficiente –al estilo de William R. Hearst– para mantener viva la hoguera. El motín de Lavapiés puede ser el episodio piloto de una sugestiva serie televisiva sobre la insurgencia.

A diferencia del de Aznar, este Gabinete no sólo carece de una mayoría de respaldo sino que pugna con otro partido por la hegemonía en su propio ámbito. Su teórico socio sólo le apoya a ratos y en todo caso su aval, administrado a cuentagotas, es exiguo y precario. Al marianismo, que ha salido malparado del conflicto catalán por falta de audacia, le espera un tramo de legislatura muy largo en el que todos los actores políticos tratarán de conducirlo al colapso. La agenda legislativa está bloqueada y en términos de empatía para la comunicación el Gobierno arrastra un déficit dramático. Acorralado y sin margen de iniciativa, lo van a sacudir como un saco.

Rajoy no tiene suerte con el poder: lo ejerce pero no ha podido disfrutarlo. La recesión económica primero y la inestabilidad política después le han amargado los mandatos. Si no encuentra el modo de romper este cerco corre el riesgo de cerrar su ciclo con un ingrato retorno al pasado.