ABC-IGNACIO CAMACHO

Un secretario de Estado y dos ayudantes trabajando en despachos prestados: ése fue el contingente de desembarco

AUNQUE sólo sea por aprender del pasado, en vísperas del juicio de la insurrección separatista parece inevitable repetir la pregunta de si pudo existir algún modo de detener aquel conflicto dramático. La respuesta es que sí, por más que la afirmación se bifurque según la perspectiva del caso. La más benévola atribuye a Puigdemont la responsabilidad final del impacto por no haber convocado elecciones cuando en pleno choque institucional tuvo la decisión en su mano. La menos complaciente para el Estado señala a un Gobierno de España estupefacto, preso de la parálisis por su falta de liderazgo. Un Gabinete pasmado que nunca creyó que el procés fuese capaz de avanzar hasta el último paso, que dejó a los independentistas más margen del que ellos mismos habían soñado y que incluso a la hora ineludible del 155 lo aplicó en su mínima expresión, con un talante encogido y timorato. A esas alturas, de todas formas, la sublevación ya se había consumado y para que el desafío no quedase impune sólo quedaba la Justicia como ultima ratio.

En la excelente entrevista que Sostres le hizo ayer en ABC a Roberto Bermúdez de Castro, el hombre encargado de gestionar la intervención de la autonomía catalana destilaba una suerte de amargo desencanto. Por un lado, el alivio de haberse encontrado, en vez de una feroz resistencia civil, un ambiente balsámico; por el otro el resquemor de saber que Rajoy y su vicepresidenta habían delegado ese crucial cometido en un simple secretario de Estado. Él y otras dos personas instaladas en despachos prestados: ése fue el contingente de desembarco. El enviado gubernamental concluye que no hay un artículo 155 más duro o más blando, sino más corto o más largo. Y el marianismo optó por el de juguete, el que le causaba menos embarazo.

Pero en ese momento ya era tarde para casi todo, porque el golpe estaba ejecutado aunque sin otro destino que el fracaso. Hubo un punto de inflexión, en cambio, en que fue posible desactivarlo: cuando el Parlament aprobó en septiembre las leyes de desconexión que suponían la ruptura con la Constitución y su marco. Era el paso previo al referéndum que el marianismo pudo impedir de haberse conducido con el convencimiento necesario. Le faltaba consenso, sí, pero un presidente con suficiente energía moral y audacia política habría forzado a la oposición a dárselo. No sucedió y ya no cabe otra que lamentar el destrozo causado. No sólo en Cataluña; todo lo que ocurrió después en la política española, incluida la moción de censura, tiene su origen en aquellos días de colapso.

Desde entonces sólo dos instituciones, la Corona y los tribunales, han funcionado. La primera cumplió su papel en medio de un vacío de poder que amenazaba caos. A los segundos les llega ahora el tiempo de completar su trabajo. Que no es el de reparar agravios, sino el de establecer y pasar al cobro la factura de los daños.