ABC-LUIS VENTOSO

Ayuso soltó tres verdades prohibidas y el podemismo se revolvía alborotado

A la izquierda española y sus «intelectuales comprometidos» cabe concederles el mérito de haber ganado el debate social y televisivo. Su forma de ver el mundo, con ínfulas de superioridad moral, ha ido copando espacios. Se percibe hasta en el léxico (véase, por ejemplo, cómo la palabra «migrantes» está desplazando a «inmigrantes»; o cómo políticos conservadores ya evitan emplear el género masculino en casos en que sería lo correcto gramaticalmente). La meta manifiesta es instaurar un pensamiento único, un consenso social «progresista», que convierte al discrepante liberal y/o conservador en un paria, un retrógrado, o como dice su latiguillo predilecto, «un facha».

La muchachada del podemismo, sin oficio y con un discurso neomarxiano light que se sopla los números y la lógica, lleva cuatro años transitando por los platós y las redes sociales con la suficiencia de un Aristóteles revivido. Gozan de barra libre para el desprecio y la difamación del prójimo, pero muestran piel de melocotón cuando incurren en aquello que denuncian (véase la beca sisada por Errejón, que debería haberlo jubilado de la política al instante). El podemismo se ha acostumbrado a poner a parir gratis a todo el mundo: la «casta», los malosos empresarios; las clases medias que curran duro y quieren menos impuestos; el villano millonario que dona maquinaria hospitalaria para salvar vidas; los propietarios de pisos, la «derecha ultra» que defiende la unidad de España, los rancios católicos… Ahítos de superioridad ideológica, dan por sentado que sus postulados son irrefutables y obligatorios.

Tal vez porque guarda un tono de voz bajo y no se altera, Isabel Díaz Ayuso, de 40 años, periodista de formación, no parecía a priori una rival temible en las justas dialécticas. De hecho la oposición despreció su intervención inicial tachándola de «aburrida». Pero ayer en el Parlamento madrileño, Ayuso adoptó una estrategia inesperada, que un pepero de escuela marianista jamás emplearía: se lanzó a desmontar de frente los lugares comunes del llamado «progresismo». Soltó verdades prohibidas. Al escucharlas, el podemismo se revolvía inquieto en sus escaños, recurriendo al escudo de la risita forzada. Recordó que los ciudadanos prefieren impuestos bajos, ser dueños de su dinero, pero que el podemismo aspira a una sociedad narcotizada por la subvención y rehén así del Estado (como el peronismo en Argentina). Recordó que la gran lucha feminista expira si la mujer agredida es de derechas. Ahí la causa enmudece. Recordó que Errejón, el Pepito Grillo de las grandes lecciones morales, coqueteó con el chavismo y fue un felón que le clavó la faca por la espalda a Iglesias, a cuya sombra medró. Recordó que la mayoría de los mandos del podemismo no cotizaron una hora a la Seguridad Social hasta que entraron en política pasados los treinta.

Verdades incómodas. Errejón, tal vez el político más sobrevalorado de nuestra historia reciente, soliviantado y un tanto atónito, buscaba por los pasillos un micro amigo donde enjugar los mandobles liberales.